Quimera (diciembre 2003)
TODOS SOMOS PIEZAS DE MUSEO
DUBRAVKA UGREŠIĆ
Isabel Núñez
Dubrakva Ugrešić (Zagreb, 1949), escritora, brillante ensayista y profesora universitaria de literatura eslava, abandonó la antigua Yugoslavia en 1993, convertida en persona non-grata por el pensamiento único y oficial nacionalista, y se fue a vivir a Holanda, exceptuando períodos de enseñanza en Universidades norteamericanas.
Sus obras se han publicado en inglés, francés, alemán, holandés y otras lenguas, y ahora hay que felicitarse de que Alfaguara haya decidido darla a conocer en España con El Museo de la Rendición Incondicional. En inglés y francés se encuentran también sus novelas y relatos In the Jaws of Life y Fording the Stream of Consciousness, además de múltiples ensayos.
Como un álbum de fotografías, esta novela sorprendente y extraordinaria va reuniendo fragmentos, pensamientos, diarios, cartas, retratos de amigos, citas literarias y proyectos de artistas contemporáneos que componen los fragmentos del mosaico del mundo contemporáneo.
El título alude a un museo de Berlín, con sede en el edificio donde se firmó la capitulación de Alemania al fin de la II Guerra Mundial y situado en el barrio del antiguo Berlín Este, con los antiguos cuarteles soviéticos y contenedores con las pertenencias de los soldados soviéticos que los ladrones fuerzan por las noches.
La protagonista y narradora, una especie de variante de la propia escritora, es una mujer croata de 45 años, escritora exiliada en Berlín, que reflexiona sobre el significado del exilio e intenta componer su identidad o preservar la memoria que la guerra se empeña en borrar, en una ciudad que ella ve como un museo viviente, como un yacimiento arqueológico donde el paseante puede detectar los sedimentos de cada época, la herencia dolorosa del hervidero de la historia que se reúne en los mercadillos de la ciudad, donde se venden esvásticas junto a hoces y martillos y figuritas de Lenin, y donde se reúnen refugiados balcánicos en busca de otros compatriotas. “Todos nosotros somos piezas de museo”, dice alguien.
En la soledad de una ciudad helada donde el tiempo parece transcurrir de otra manera, mientras la narradora se resiste aún a aprender alemán y habla casi sólo con el cartero o el conserje, reflexiona sobre la edad y el envejecimiento, sobre la memoria perdida, va construyendo sus recuerdos en forma de álbumes de fotos, fragmentos o imágenes que son, como dice la cita de Susan Sontag, memento mori.
Y en esa memoria fragmentada aparece la madre de la protagonista, con sus recuerdos de la II Guerra Mundial y la infancia de posguerra de la narradora y su nostalgia de los hijos, y los gestos de su madre parecen filtrarse victoriosamente en los gestos inconscientes de la hija, casi a su pesar, como por una voluntad materna de permanecer.
Otras imágenes congeladas despiertan otros pensamientos, cruces con personajes en otras ciudades o en el mismo Berlín. Obras y proyectos de Ilya Kabakov o de artistas contemporáneos en Berlín, que son también reflexiones sobre culturas perdidas, sobre el rescate de la memoria histórica, sobre la lucha contra el olvido, sobre la ciudad como superposición de historias. Conversaciones con una vecina rusa, con un colega, preguntas en voz alta. Das is Kunst? ¿Qué es el arte? Y una de las respuestas, de un colega: “El arte es un intento de defender la integridad del mundo, la secreta unión entre todas las cosas. Sólo el arte presupone una secreta relación entre la uña del dedo meñique de mi mujer y el terremoto de Kobe.”
La narración de un encuentro amoroso fugaz de la narradora en un congreso de Lisboa o de una antigua conocida en un café de una ciudad norteamericana, el recuerdo de una amiga berlinesa y sus aventuras cocinando para marineros islandeses o enamorándose de un albañil al otro lado del muro, o una anécdota que dibuja la vida en Zagreb, cualquiera de esas fotografías de la maleta imaginaria de la exiliada croata sirven para desatar el hilo de sus pensamientos y para mostrar su arte de narrar.
Y los sueños vagamente premonitorios y los atisbos de lo que vendría, los signos que ya estaban en la forma de ser de un país, en la cultura comunista, en la falta de crítica, en las décadas de violencia, tan cercanas.
“Vivíamos en una ciudad en la que la gente caminaba un poco de lado (...) porque nunca se sabía de dónde vendría la bofetada (... donde el odio se cultivaba como una planta doméstica (...), una ciudad de oscuros rincones, donde las vidas se gastaban deprisa, porque eran baratas, los odios eran vehementes y los amores tibios.”
Mucho más adelante, aparecen las amigas de la narradora, en una fotografía de grupo. Es especialmente memorable la reunión de las amigas universitarias, con sus conversaciones teóricas sobre las dietas y su avidez sensual hacia la comida –que también es una celebración de la multiculturalidad: delicias turcas, quesos serbios, nata salada, pasteles de Eslovenia con semillas de amapola y nueces, baklavas y fideos dulces kadaif con pasas y cestitas de chocolate, ensaladas y pasta—, sus amantes y maridos, su costumbre de echarse las cartas del Tarot, la idea de la mediana edad como ir tapando agujeros de una barca sin pensar nunca en el naufragio final o como una lucha contra el colesterol, todo se congela mágicamente y culmina en el momento mágico de la aparición de un extraño ángel sexuado que las llena de nostalgia física y después se va repartiéndoles una pluma y el olvido a cada una, menos a la narradora, a quien le deja la memoria.
Pero aún más memorables son los retratos vitales de esas amigas, que sirven para componer en un momento, en apenas unos trazos ligeros y brillantes, el relato de la guerra que convirtió la antigua Yugoslavia en tres pequeños países desiguales, llenos de heridas, de destrucción y de culpa. Una de ellas se queda donde está, en pleno peligro, con los alumnos divididos entre los dos bandos, refugiada en la bañera de su casa con una mesita donde pone el tabaco y la bebida (y cada vez bebe más) y un gato, Behemot, que le sirve de estufa, y el teléfono desde el que llama a las amigas mientras aún hay comunicaciones. Otra se queda en Sarajevo y su carta única explica, casi mejor que la exposición que aún hoy puede verse en el museo de la guerra de esa ciudad, cómo se organizó la supervivencia durante el asedio, sin electricidad, sin comida, sin calefacción, cómo todos aprendieron a cocinar de la nada, a cortar leña, a fabricar estufas y mandiles, cómo los niños vivían encerrados, las casas eran agujereadas, la comunidad judía repartía comida entre los bosnios, y sobre todo, cómo huir no parecía una solución para todos los que decidieron quedarse. Otra, serbia en Zagreb, tuvo que volver a Belgrado, casada con un croata, aprendió a no tener miedo, a aceptar las humillaciones, pasar fronteras, proteger a su hijo. Otra cambió su discurso y se hizo nacionalista croata. Y así sucesivamente, se construyen todos los matices con retratos personales, nunca estereotipados porque si algo tiene claro esta escritora y ensayista, es la lucha contra los estereotipos (Véase sino su colección de ensayos titulada en inglés Culture of Lies) y contra las mentiras oficiales que devoran a la gente.
Y en esa sucesión de fragmentos y fotografías de un álbum multicultural, rico y lleno de matices, de países distintos, de personajes con peso retratados con una agilidad sintética asombrosa –que la versión castellana, eficaz y elegante, transmite con fluidez—, la sabiduría histórica y literaria y el conocimiento del arte contemporáneo se unen a la capacidad poética y la fuerza de las imágenes y todo se estructura mágicamente entorno a esa idea del mundo y la ciudad como museo viviente y de la memoria como identidad y la escritura como lucha contra el olvido, con una coherencia que parece extrañamente espontánea, como si una mano invisible ordenara el caos y encontrara felizmente el lugar idóneo de cada cosa. Porque, como dice Dubravka Ugrešić, crecerá la hierba sobre las casas destruidas y a los testigos también acabará cubriéndoles la hierba.
En conjunto, un libro distinto, ambicioso y brillante, donde el diario, la narrativa, el pensamiento y la poesía se articulan en ese museo del nombre más largo del mundo, ese museo de la historia por donde desfila el dolor de todas las guerras y los éxodos y la vida, la comida, el sexo, la amistad y la conversación, en el baile de fotografías de una autora inteligente y llena de humor, que piensa por su cuenta.
DUBRAVKA UGREŠIĆ
Isabel Núñez
Dubrakva Ugrešić (Zagreb, 1949), escritora, brillante ensayista y profesora universitaria de literatura eslava, abandonó la antigua Yugoslavia en 1993, convertida en persona non-grata por el pensamiento único y oficial nacionalista, y se fue a vivir a Holanda, exceptuando períodos de enseñanza en Universidades norteamericanas.
Sus obras se han publicado en inglés, francés, alemán, holandés y otras lenguas, y ahora hay que felicitarse de que Alfaguara haya decidido darla a conocer en España con El Museo de la Rendición Incondicional. En inglés y francés se encuentran también sus novelas y relatos In the Jaws of Life y Fording the Stream of Consciousness, además de múltiples ensayos.
Como un álbum de fotografías, esta novela sorprendente y extraordinaria va reuniendo fragmentos, pensamientos, diarios, cartas, retratos de amigos, citas literarias y proyectos de artistas contemporáneos que componen los fragmentos del mosaico del mundo contemporáneo.
El título alude a un museo de Berlín, con sede en el edificio donde se firmó la capitulación de Alemania al fin de la II Guerra Mundial y situado en el barrio del antiguo Berlín Este, con los antiguos cuarteles soviéticos y contenedores con las pertenencias de los soldados soviéticos que los ladrones fuerzan por las noches.
La protagonista y narradora, una especie de variante de la propia escritora, es una mujer croata de 45 años, escritora exiliada en Berlín, que reflexiona sobre el significado del exilio e intenta componer su identidad o preservar la memoria que la guerra se empeña en borrar, en una ciudad que ella ve como un museo viviente, como un yacimiento arqueológico donde el paseante puede detectar los sedimentos de cada época, la herencia dolorosa del hervidero de la historia que se reúne en los mercadillos de la ciudad, donde se venden esvásticas junto a hoces y martillos y figuritas de Lenin, y donde se reúnen refugiados balcánicos en busca de otros compatriotas. “Todos nosotros somos piezas de museo”, dice alguien.
En la soledad de una ciudad helada donde el tiempo parece transcurrir de otra manera, mientras la narradora se resiste aún a aprender alemán y habla casi sólo con el cartero o el conserje, reflexiona sobre la edad y el envejecimiento, sobre la memoria perdida, va construyendo sus recuerdos en forma de álbumes de fotos, fragmentos o imágenes que son, como dice la cita de Susan Sontag, memento mori.
Y en esa memoria fragmentada aparece la madre de la protagonista, con sus recuerdos de la II Guerra Mundial y la infancia de posguerra de la narradora y su nostalgia de los hijos, y los gestos de su madre parecen filtrarse victoriosamente en los gestos inconscientes de la hija, casi a su pesar, como por una voluntad materna de permanecer.
Otras imágenes congeladas despiertan otros pensamientos, cruces con personajes en otras ciudades o en el mismo Berlín. Obras y proyectos de Ilya Kabakov o de artistas contemporáneos en Berlín, que son también reflexiones sobre culturas perdidas, sobre el rescate de la memoria histórica, sobre la lucha contra el olvido, sobre la ciudad como superposición de historias. Conversaciones con una vecina rusa, con un colega, preguntas en voz alta. Das is Kunst? ¿Qué es el arte? Y una de las respuestas, de un colega: “El arte es un intento de defender la integridad del mundo, la secreta unión entre todas las cosas. Sólo el arte presupone una secreta relación entre la uña del dedo meñique de mi mujer y el terremoto de Kobe.”
La narración de un encuentro amoroso fugaz de la narradora en un congreso de Lisboa o de una antigua conocida en un café de una ciudad norteamericana, el recuerdo de una amiga berlinesa y sus aventuras cocinando para marineros islandeses o enamorándose de un albañil al otro lado del muro, o una anécdota que dibuja la vida en Zagreb, cualquiera de esas fotografías de la maleta imaginaria de la exiliada croata sirven para desatar el hilo de sus pensamientos y para mostrar su arte de narrar.
Y los sueños vagamente premonitorios y los atisbos de lo que vendría, los signos que ya estaban en la forma de ser de un país, en la cultura comunista, en la falta de crítica, en las décadas de violencia, tan cercanas.
“Vivíamos en una ciudad en la que la gente caminaba un poco de lado (...) porque nunca se sabía de dónde vendría la bofetada (... donde el odio se cultivaba como una planta doméstica (...), una ciudad de oscuros rincones, donde las vidas se gastaban deprisa, porque eran baratas, los odios eran vehementes y los amores tibios.”
Mucho más adelante, aparecen las amigas de la narradora, en una fotografía de grupo. Es especialmente memorable la reunión de las amigas universitarias, con sus conversaciones teóricas sobre las dietas y su avidez sensual hacia la comida –que también es una celebración de la multiculturalidad: delicias turcas, quesos serbios, nata salada, pasteles de Eslovenia con semillas de amapola y nueces, baklavas y fideos dulces kadaif con pasas y cestitas de chocolate, ensaladas y pasta—, sus amantes y maridos, su costumbre de echarse las cartas del Tarot, la idea de la mediana edad como ir tapando agujeros de una barca sin pensar nunca en el naufragio final o como una lucha contra el colesterol, todo se congela mágicamente y culmina en el momento mágico de la aparición de un extraño ángel sexuado que las llena de nostalgia física y después se va repartiéndoles una pluma y el olvido a cada una, menos a la narradora, a quien le deja la memoria.
Pero aún más memorables son los retratos vitales de esas amigas, que sirven para componer en un momento, en apenas unos trazos ligeros y brillantes, el relato de la guerra que convirtió la antigua Yugoslavia en tres pequeños países desiguales, llenos de heridas, de destrucción y de culpa. Una de ellas se queda donde está, en pleno peligro, con los alumnos divididos entre los dos bandos, refugiada en la bañera de su casa con una mesita donde pone el tabaco y la bebida (y cada vez bebe más) y un gato, Behemot, que le sirve de estufa, y el teléfono desde el que llama a las amigas mientras aún hay comunicaciones. Otra se queda en Sarajevo y su carta única explica, casi mejor que la exposición que aún hoy puede verse en el museo de la guerra de esa ciudad, cómo se organizó la supervivencia durante el asedio, sin electricidad, sin comida, sin calefacción, cómo todos aprendieron a cocinar de la nada, a cortar leña, a fabricar estufas y mandiles, cómo los niños vivían encerrados, las casas eran agujereadas, la comunidad judía repartía comida entre los bosnios, y sobre todo, cómo huir no parecía una solución para todos los que decidieron quedarse. Otra, serbia en Zagreb, tuvo que volver a Belgrado, casada con un croata, aprendió a no tener miedo, a aceptar las humillaciones, pasar fronteras, proteger a su hijo. Otra cambió su discurso y se hizo nacionalista croata. Y así sucesivamente, se construyen todos los matices con retratos personales, nunca estereotipados porque si algo tiene claro esta escritora y ensayista, es la lucha contra los estereotipos (Véase sino su colección de ensayos titulada en inglés Culture of Lies) y contra las mentiras oficiales que devoran a la gente.
Y en esa sucesión de fragmentos y fotografías de un álbum multicultural, rico y lleno de matices, de países distintos, de personajes con peso retratados con una agilidad sintética asombrosa –que la versión castellana, eficaz y elegante, transmite con fluidez—, la sabiduría histórica y literaria y el conocimiento del arte contemporáneo se unen a la capacidad poética y la fuerza de las imágenes y todo se estructura mágicamente entorno a esa idea del mundo y la ciudad como museo viviente y de la memoria como identidad y la escritura como lucha contra el olvido, con una coherencia que parece extrañamente espontánea, como si una mano invisible ordenara el caos y encontrara felizmente el lugar idóneo de cada cosa. Porque, como dice Dubravka Ugrešić, crecerá la hierba sobre las casas destruidas y a los testigos también acabará cubriéndoles la hierba.
En conjunto, un libro distinto, ambicioso y brillante, donde el diario, la narrativa, el pensamiento y la poesía se articulan en ese museo del nombre más largo del mundo, ese museo de la historia por donde desfila el dolor de todas las guerras y los éxodos y la vida, la comida, el sexo, la amistad y la conversación, en el baile de fotografías de una autora inteligente y llena de humor, que piensa por su cuenta.
El Museo de la Rendición Incondicional
Traducción de Mª Ángeles Alonso y Dragana Bajić. Alfaguara, 2003, 352 págs.
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