miércoles, 23 de septiembre de 2009

Von Doderer en La Vanguardia Culturas

Foto: I.N. Jardín en San Petersburgo, 2004
Narrativa Retratos de café vienés y silencio de preguerra
ISABEL NÚÑEZ Heimito von Doderer Los demonios El Acantilado Traducción de Roberto Bravo de la Varga 1664 PÁGINAS 48 EUROS Heimito (adaptación del diminutivo español Jaimito) von Doderer nació en 1896 cerca de Viena, y vivió siempre en esa ciudad, excepto por su cautiverio en Siberia, en la I Guerra Mundial, durante el cual decidió convertirse en escritor. Sus estudios de psicología e historia le servirían en esa búsqueda literaria. Los demonios fue su gran novela (Premio Nacional de las Artes), su escritura le llevó veinticinco años e impregnó sus demás libros (se ha dicho que su novela La escalera de Strudelhof “nació de una costilla” de ésta), incluyendo poemas y artículos periodísticos. Con su biografía, Von Doderer podría corroborar la evolución que denuncia Bernhard, de una Austria que sustituye el nacionalsocialismo por el catolicismo, sin transición, enterrando el pasado: Von Doderer militó brevemente en el partido nazi, no se sabe si por nietszcheanismo o por un error de cálculo, y lo abandonó desengañado y horrorizado, pero su conversión intentaba “devenir un ser humano”, una idea que inspiraría su obra.
Los demonios es una novela sólida e inteligente, dibuja la Viena de entreguerras minuciosamente, con la complejidad narrativa de un inmenso fresco de personajes que bullen como “bajo una gran piedra levantada en el jardín” y recogen un amplio espectro social, desde el legado fastuoso y palaciego de la capital imperial a la pequeñez de esa ciudad reducida y provinciana que se mira el ombligo, en la década de los veinte, los años en que se fragua todo el horror y la violencia del siglo XX.
Al parecer, el autor mezcló osadamente el alemán coloquial con la lengua de la burocracia imperial, la erudición desenfrenada y una jerga inventada para lo erótico en una sorprendente polifonía, superando las barreras que separaban rígidamente el alemán culto del oral, aunque esto no pueda transmitirse en una traducción.
Se ha comparado a Von Doderer con Proust y Musil, y aunque pueda comprenderse, la asociación no le favorece. Von Doderer no tiene la densidad filosófica, ni el brillo subjetivo e íntimo, la nervadura que anima la obra de Proust, ni tampoco –aunque se hable de la misma sociedad y aunque ambos autores intenten comprender la Historia a partir de la ficción literaria y utilicen un ritmo lento—, comparte el peso alegórico y simbólico de El hombre sin atributos, cuyos personajes también se desgajaban como el tejido social del imperio perdido.
Se trata aquí de un gigantesco friso barroco de esa sociedad vienesa que precede a la violencia nazi, dibujado mediante el retrato de sus múltiples personajes, con un puntillismo y una aguda finura en el trazo, y ese ritmo lento, sin economía, que nos abre las puertas de los salones y nos permite asistir a los paseos por los bosques circundantes, escuchando de cerca sus voces, observando los mínimos cambios de expresión, sintiéndolos respirar, sonreír, desperezarse, produce la sensación de recorrer la pintura francesa del Louvre y observar con lupa cuadros de bailes, cafés y encuentros sociales… antes de que la Historia los precipite al infierno. Más aún: el yo narrador de Von Doderer, semielíptico y omnisciente gracias a las supuestas crónicas de otros amigos, es un maestro en diseccionar las relaciones, los juegos de poder, la pérdida de control y la sumisión, el temor o la arrogancia en los gestos más sutiles, y el retrato adquiere gran riqueza de matices psicológicos.
Y cuando nos preguntamos por qué la paródica escenificación de un grupo de damas obesas que toman el té con sus pensamientos banales, sus rivalidades y su batalla fallida contra el peso se alarga tanto en el tiempo, o esas reuniones donde apenas ocurre nada pero todo parece formar parte de un thriller sin médula, vemos los forcejeos de la joven Renacuajo intentando entender y entenderse y adoptar una posición, no sólo del arco de su violín sino también en el mundo, y decididamente nos cautiva, o bien contemplamos agitarse esos otros personajes, como Kajetan, Grete, Frau Mary, René o el maestre de caballería, y la sutileza clarividente con que el autor los examina entretiene y suscita admiración. O el modo maravilloso en que la compleja realidad interna de esos personajes se refleja en el paisaje, como apuntaba Martin Mosebach en su prólogo (impregnado del mismo élan vital que la novela), de modo que incluso el mobiliario o los objetos son capaces de proyectar de vuelta esa realidad y de permitir que los personajes la comprendan, dando lugar a momentos epifánicos. Son instantes en los que a partir de un gesto –como esa mirada materna de Grete en la calle, al arbusto que se ha llenado de brotes verdes como pequeñas esmeraldas antes de que acabe el helado invierno, que conmociona a Schlaggenberg y le hace cambiar de dirección—, todo se reordena y adquiere un sentido humano, aunque sea irónico. Hay una pasión, una intensidad de espíritu o una religiosidad vital extraordinaria en Von Doderer, en su capacidad humanista de observar la vida múltiple de su inmenso microcosmos, en su mirada llena de ironía y humor, en su habilidad al recrear atmósferas e instantes de descubrimiento y comprensión. Y el incendio del Palacio de Justicia de Viena en 1927, en su trágica escenificación simbólica, acaba por precipitar también los hechos personales y sus prioridades afectivas, como ese timbre que parece rasgar el cuerpo de Mary justo antes del gesto absoluto de Leonhard, y la radiante eclosión de Renacuajo y el giro en la vida del narrador, y es como si el autor rematara sus distintos hilos con una fluidez delicada e imprevisible y como si el horror llevara sólo a refugiarse calladamente en el amor.
La versión castellana y la cuidada edición también brillan. Pero, si al fin resulta que precisamente esa lentitud, tan ajena a nuestro mundo interrumpido –donde la falta de tiempo es perenne y casi dolorosa—, se convierte en otro de los hechizos de la novela, sigue habiendo aquí una elipsis de esos demonios, algo imperdonablemente liviano, cierta huida, un silencio, y ésa es ciertamente la razón exasperada de Bernhard.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Cafè Central

Foto: I.N., Pavimento de las calles de Bruselas, invierno de 2008
Éste es el texto que he escrito (en catalán) para conmemorar el aniversario de Cafè Central, la editorial alternativa de Antoni Clapès y Victor Sunyol que publicó mis plaquettes (El cec de l'Odissea, el bloqueig i un somni d'editors; Els meandres de la traducció) incluyéndolas en un fondo de libros maravillosos. Y ahora, para celebrar ese aniversario, se publicará un libro con textos de Carles Hac Mor, Esther Zarraluki y muchos otros, y entre ellos esta humilde pieza mía, que traduzco aquí, para esos lectores silenciosos que me honran con su visita:
El Café Central es un café imaginario. Tiene mesas de mármol, suelo de madera y zócalos de mosaico, y a alguna hora se juegan partidas de dominó, cartas o billares, y por los ventanales se ve una plaza con plátanos y palmeras. No es un cibercafé, ni un café virtual como los de las universidades a distancia. Es un café de toda la vida, como los que antes había en Barcelona, donde ibas a leer una mañana si te saltabas una clase o no venía el profesor, o si buscabas piso, trabajo o película, y tenías que marcar las opciones posibles en los periódicos. Y siempre, lo sabías, podía aparecer un amigo, un interlocutor para una conversación de emergencia o un conocido para una conversación inspirada y fortuita. Y también veías desconocidos interesantes, que ayudaban a restaurar el paisaje humano feo y hostil de la calle. Y a veces, alguien te preguntaba algo del libro que estabas leyendo. Aquellos cafés eran escenarios de múltiples representaciones vitales individuales, con una teatralidad excéntrica y siempre cambiante, como cuando levantas un pedrusco en un bosque y ves una multitud de bichos diminutos que se agitan caprichosamente. Es imaginario porque en Barcelona no han dejado ni uno de esos cafés, se los han cargado uno a uno, y ahora sólo hay cafés feos y ruidosos o esos que imitan un modelo inexistente, con olor a café sintético, y que son franquicias. Y si queda alguno de los de verdad, debe estar a punto de cerrar. Y el público tampoco es lo que era, todo son desconocidos con un aire tristemente convencional y quizá también imiten un modelo inexistente. Hay quien dice que ahora las guerras también se hacen para destruir las ciudades y reconstruirlas con el negocio y la idea de imitar modelos inexistentes y venderlas más caras. Y los desastres meteorológicos también sirven para reconstruir esas ciudades de mentira, con memoria de replicantes y grandes centros comerciales. Y ahora que los cafés de toda la vida han desaparecido, sólo nos queda la idea de Café Central, que ya sólo existe en los libros, y por eso, cuando se creó una editorial con ese nombre, todos los que aún estaban vivos y recordaban cómo era la vida antes del dominio de los grandes centros comerciales, la reconocieron automáticamente, porque este café central, con mesas de mármol, libros y una plaza con plátanos y palmeras, vive en lo que llaman el imaginario colectivo de los desdichados habitantes de Barcelona, una ciudad que les arrancan un poco más cada día que pasa, cuando talan los árboles, entierran las marcas de la historia, derruyen los edificios antiguos, eliminan los rincones de sombra y desaparecen las calles donde antes era agradable pasear. Algunos barceloneses viven adormecidos y sueñan que aún están en la ciudad de siempre, sueñan que Hereuville es Barcelona, y alimentan una especie de felicidad amodorrada que les hace crecer mucho la barriga, una barriga metafórica. Tal vez sean consumidores de soma, pero se enfadan muchísimo cuando alguien critica o se queja y corre el riesgo de despertarlos de su sueño. Cuando viajan no se dan cuenta de que en las ciudades extranjeras no hay tanto ruido, ni de que allí los árboles crecen inmensos y dan sombra y las carreteras pequeñas tienen cúpulas verdes hacia el cielo y los alcorques son tres veces mayores para que los troncos puedan ensanchar libremente. No ven que en esas ciudades hay marcas de la historia al descubierto, marcas que recuerdan a los muertos y los conflictos, y que conservan algunos cafés de toda la vida. Sólo ven los platos del restaurante, porque ya sólo piensan en comida. Otros sí se dan cuenta y son los que reconocen inmediatamente el olor auténtico de café resistente de los libros de Cafè Central, o sea, la idea de tertulia imprevisible, de juego libremente improvisado, de conversación de emergencia, la idea de los mares de dudas y las dudas de los mares y las discusiones y las afinidades completamente electivas. Y esos barceloneses despiertos y doloridos por el arrancamiento, que querían la ciudad tal como era en los años ochenta y que no son seguidores del Gran Centro Comercial, son los mismos que, ahora, celebran el aniversario del Cafè Central, que es una especie de resistencia subversiva contra el cemento, la especulación y el soma de Hereuville. Isabel Núñez

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Álvaro de la Rica y su Kafka en La Vanguardia Cultura/s

Ensayo Buscar la verdad y la belleza ISABEL NÚÑEZ Álvaro de la Rica Kafka y el Holocausto Editorial Trotta 144 PÁGINAS 13 EUROS La dureza del texto de Kafka con el que arranca este ensayo, el terrible y casi marcelschwobiano En la colonia penitenciaria, no debería arredrar a ningún lector para seguir el recorrido al que nos invita Kafka y el Holocausto, muy bien editado por Trotta y prologado lujosamente por Claudio Magris. En efecto, su lectura no sólo de lo visionario histórico y filosófico en Kafka sino de su proximidad con lo sagrado es un frondoso paseo, con ventanas al universo hondamente melancólico y poético de Kafka, rodeándolo sin ensordecerlo del conocimiento iconográfico y antropológico de las religiones, significaciones semíticas, interpretaciones bíblicas del autor, que halla pistas y coincidencias asombrosas con los místicos españoles o con Mercè Rodoreda. Lector y pensador libre, De la Rica objeta sin temor a los estudiosos kafkianos y las teorías canónicas para apoyar una tesis de Nora Catelli, busca la falta en la interpretación arendtiana (y roza la matización psicoanalítica a la banalidad del mal), escucha a Derrida y avanza en su propia visión –literaria y religiosa— de las cosas, sin olvidar que Kafka nunca se interesó por ser comprendido ni interpretado, sino por ahondar en su camino literario. Parece claro que Kafka vio y dibujó alegóricamente lo que vendría tras su muerte, el horror que iba a cernirse sobre los judíos (sus tres hermanas, muertas en Auschwitz) y sobre el mundo, pero hay mucho más, en primer lugar el viejo dilema kafkiano entre escritura y vida, ese “situarse lejos del amor para poder decir qué es”, y el doble movimiento buscando la amistad y el fulgor, casi la protección de las mujeres, pero retrayéndose ante la realización amorosa, como parte de su ascesis de la escritura, de ese sótano oscuro donde refugiarse a escribir. Y entre toda la riqueza significante metafórica y efervescente de espiritualidad que es el libro, tal vez la intuición “más fulminante” sea, como señala Magris, su acercamiento al texto brutal, poético, triste y simbólico que es Ante la ley, que siempre es una suerte revisitar pese a su densa tristeza. De la Rica despierta el deseo de volver a Kafka, pero también de seguir la pista de su propio trabajo ensayístico iluminador, con esa posición que considera sus riesgos y la posibilidad de equivocarse casi como un don de Fortuna.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Barcelona Metrópolis

Foto: I.N., Parc del Laberint d'Horta, 2009
La ciudad perdida Isabel Núñez - Escritora Además de las grandes mansiones, en Sant Gervasi se han destruido casitas con jardines escondidos. Del distrito han desaparecido los pájaros, la frescura y el silencio. Existe la impresión generalizada de un resentimiento histórico de la administración municipal contra Sant Gervasi.
Durante los últimos años he visto cómo se degradaba el paisaje de Sant Gervasi. La lista de patrimonio a proteger era muy reducida en el barrio, como si los responsables municipales ya hubieran previsto no poner límites al gran negocio que implicaría la libre destrucción de esta parte de la ciudad. ¿Cómo entender, si no, que tantas mansiones modernistas y novecentistas hayan caído bajo la piqueta? Además de las mansiones derruidas, han destruido muchas casitas, con jardines invisibles ocultos detrás. Eran jardines rodoredianos, con árboles históricos y hospitalarios en los que se posaban los pájaros. Esos jardines no han desaparecido sólo por la codicia de los propietarios y constructores, sino sobre todo por la normativa que obliga a construir aparcamientos bajo las casas. El patio de manzana donde vivo tenía el encanto caótico de este barrio: ahora está lleno de edificios mediocres, con cemento y sin verde. Desde un balcón de la calle Sant Màrius, una vecina regaba un jardín abandonado, con palmeras y espinos como los de La bella durmiente; recuerdo su desolación el día que entraron los bulldozers.
Con los jardines, han desaparecido los pájaros y la frescura -antes, al salir de los ferrocarriles, la temperatura bajaba dos o tres grados con respecto al centro, y el silencio reinaba. Ahora, Sant Gervasi es el distrito más ruidoso de la ciudad1, pero no hay conciencia del derecho al silencio diurno. Sólo se habla del ruido nocturno, como si la gente, alienada, sintiera aversión contra aquellos que se divierten, pero aprobase el ruido "justificado" de las obras y el tráfico. La Guardia Urbana me confirmó que Barcelona, a diferencia de otras ciudades de Europa, no tiene limitación de decibelios para las obras: pueden hacer un ruido infinito, siempre y cuando se ajusten a los horarios diurnos. Cunde la impresión de un resentimiento histórico de la administración socialista contra Sant Gervasi, tal vez por el voto tradicional a CiU, o por una apreciación inexacta de la composición social de sus habitantes, que incluye sectores acomodados (Mandri, Ganduxer, Tres Torres), pero también una densa población de artesanos, profesionales, tenderos, jóvenes e inmigrantes que comparten pisos y muchos ancianos empobrecidos que no llegan a final de mes, según la asociación de vecinos. Las autoridades municipales son unánimes: los vecinos de Sant Gervasi no nos podemos quejar. Más grave que los déficits de bibliotecas y recursos municipales es que el Ayuntamiento no sólo no ponga límite a la destrucción del paisaje y la calidad de vida, sino que contribuya a ello (por ejemplo, con la tala de encinas centenarias en Collserola para instalar una montaña rusa; la tala inminente de los almeces de la plaza Joaquim Folguera por la construcción de la línea 9; la tala de palmeras, plátanos y acacias en la avenida Diagonal, para que pase un tranvía; tala del setenta por ciento de los árboles de los Jardins de Vil·la Florida para construir un parking). En otras ciudades de Europa los trazados de los transportes y las obras respetan los árboles. El paisaje de un barrio de la ciudad pertenece a todos y no sólo a los que lo habitan. Todos podemos pasear por el Turó Parc o por la Diagonal, aunque no tengamos una casa allí. En el Turó Parc las obras han compactado la tierra, sin pasajes internos para airear las raíces, y mueren magníficos árboles históricos, porque la administración municipal no consultó a ningún experto. Parques y Jardines ha dejado de ser una institución protectora de lo verde para convertirse en taladores de árboles y perpetradores de unas podas que los expertos califican de escabechinas: favorecen infecciones, malformaciones, invasiones de parásitos y a menudo provocan la muerte de los árboles. En ese contexto de frustración por la pérdida de la belleza histórica y la degradación del entorno, surgió la historia del azufaifo. Era el árbol de la calle, sobresalía del jardín de una casa bonita, daba sombra y llenaba la acera de unas flores pegajosas y unos frutos que yo no había identificado. Un día, mi prima V., que había vivido en China, me dijo: "Tu calle me recuerda a Beijing, por el azufaifo." Esta revelación fue el detonante. El azufaifo era protagonista de una de aquellas escenas simbólicas de la infancia que configuran mi autoficción, el esqueleto de mi psicoanálisis y la ética que me construí. De pequeña, en el colegio, saltábamos el muro encalado de un huerto en el que había un azufaifo, y un día los frutos rojos se me indigestaron. Al llegar a casa, mí tía Rottenmeyer me pegó y antes de encerrarme, como siempre, en el cuarto de las calderas, me gritó: "¡Esto te pasa por comer azufaifas!". Y esa palabra exótica, que confería al sabor rojo y dulce un aire misteriosamente árabe, se asoció en mi mente a un espacio de rebelión sensual, con la luz del sol de septiembre en aquel patio prohibido. Cuando V. y yo visitamos al azufaifo, ya tenía un cartel de derribos. Escribí en mi blog la rabia que sentía por el futuro del azufaifo y por la ciudad perdida. La traductora Isabel Lacruz me ofreció la experiencia jurídica de traductora europea. Revisamos el expediente en el distrito y descubrimos que, para conceder la licencia, un responsable de Parques y Jardines había firmado que había un serbal en lugar de un azufaifo. Un azufaifo y un serbal no se parecen en nada, pero así el dueño podía construir tranquilo. La gerente del distrito nos dijo, condescendiente, que la Constitución protege la propiedad privada. Yo objeté que la Constitución también protege el patrimonio verde. "¿Y para qué querría el Ayuntamiento más zonas verdes?", preguntó ella, "¿Para que aparquen las motos y caguen los perros?". Era "demasiado tarde" para salvar Sant Gervasi, dijo; "no ganaréis". Los expertos fueron apareciendo. Supimos que nuestro azufaifo era el mayor ejemplar documentado en Europa, bicentenario y valioso. Enrique Vila-Matas nos hizo un artículo titulado "El fin de Barcelona" en El País. Oriol Bohigas escribió otro2 pidiendo la placita para nuestro árbol. Imma Mayol me respondió que lo trasplantarían. Presentamos tres informes de ingenieros técnicos y de botánicos para demostrar que el árbol no resistiría un trasplante y que, si sobrevivía, la poda radical para sacarlo de la calle lo convertiría para siempre en bonsái. Vinieron de TV3, del programa de Josep Cuní. Después, las radios. Por fin, el árbol se declaró de interés local, aunque el Ayuntamiento amenaza con construir en la parte baja del terreno y, según el experto Joan Bordas, eso matará al azufaifo. Habíamos tocado un punto sensible. Y de nuevo lo he visto con el manifiesto para salvar los plátanos, las palmeras y las acacias de la Diagonal, o los almeces de Joaquim Folguera (la plaza será pronto una pequeña Lesseps, destripada, sin frondosidad, otro desierto de hormigón y ruido): lo han firmado personalidades significativas de la ciudad y la cultura. ¿Tal vez los políticos, alejados de la sensibilidad de las ciudades, inmersos en la cultura del cemento, han perdido la confianza de sus interlocutores? ¿Tal vez esa actitud arboricida, insensible a la sequía, al cambio climático y la sostenibilidad, es dolorosamente contraria a las promesas de la izquierda?
Notas
1 El País, 30/11/2008, y La Vanguardia, 15/09/2008.
2 "El ejemplo del azufaifo", El Periódico de Catalunya, 11/07/2007. Verano (julio - septiembre) 2009