jueves, 20 de mayo de 2010

Mi reseña de Elizabeth Strout en La Vanguardia Cultura/s

Foto: I.N., Soho, Nueva York, 2010
Narrativa Una novela de cuentos ISABEL NÚÑEZ La Vanguardia Cultura/s, 12 mayo 2010
Elizabeth Strout Olive Kitteridge El Aleph Editores / Edicions 1984
328 /378 PÁGINAS 20 EUROS Traducción Rosa Pérez/Esther Tallada
Elizabeth Strout (Portland, Maine, 1956), a la que ya conocíamos aquí por sus relatos Amy e Isabelle, obtuvo el Pulitzer por esta “novela de cuentos”, Olive Kitteridge, trece historias situadas en el pueblo de Crosby, Maine, que giran más o menos en torno a un personaje. La estructura le permite a Strout alcanzar la densidad investigativa de la novela (algo que sólo grandes escritores como Alice Munro, o el Salinger de Para Esmee..., logran en cuentos), sin perder el brillo de revelación instantánea que da la vuelta a todo lo narrado en los cuentos. Aunque hay relatos mejores que otros, personajes abandonados que querríamos volver a ver. Vemos la atmósfera del lugar, los cielos inmensos, los atardeceres, la subida de las mareas, el bar-restaurante, la ferretería y la farmacia, la escuela. A veces parece que nada hubiera cambiado y que el mundo fuera el de antes, a pesar de toda la disfuncionalidad y el malestar contemporáneos que arrastran los personajes, la depresión, la anorexia, el suicidio, la violencia desesperada, siempre vista desde los dos lados, la necesidad de robar, el alcohol y la vejez, que deforma e hincha los cuerpos. Y de forma natural en la trama, surge Bush, los excesos del control de los aeropuertos, el fanatismo, la guerra de Irak. Lo más poderoso es el personaje de Olive y su verdad, esa maestra jubilada, corpulenta y obesa por la menopausia, con un carácter duro y obstinado, capaz de una extraña empatía con los desconocidos, sin duda por su insight psicológico, pero incapaz como madre y como pareja, incapaz de disculparse. La complejidad psicológica es la herramienta básica de Strout, que no nos ahorra ninguno de los gestos contradictorios y arbitrarios, o patológicos de estas mujeres difíciles que recorren el libro y con las que sin embargo acabamos simpatizando. Irradia “la necesidad de entender incluso a los que aborrecemos”. Y en ese realismo despiadado, surgen momentos de esperanza y de fulgor vital, que crece incluso en la vejez o sobre todo en la vejez. Hay algo muy clásico popular americano aquí, sin referencias a lo literario, sin sofisticaciones o innovación formal, pero la carga humana ambivalente, la pura vida con toda su fealdad escatológica, su oscuridad y su fulgor son innegables y dejan un poso importante en cualquier lector.