miércoles, 14 de noviembre de 2007

Chuck Palahniuk - La Vanguardia Cultura/s




Foto: J.A.Millán, Camino de San Sebastián, Cadaqués
La Vanguardia Cultura/s, 14 noviembre 2007
Un vertedero americano
ISABEL NÚÑEZ

Chuck Palahniuk
Rant. La vida de un asesino
Mondadori
Traducción de Javier Calvo

George Plimpton comparó su biografía oral, Capote, a una fiesta imaginaria cuyos invitados hablaran del escritor, contradiciéndose en sus filias y fobias. En la nota preliminar, Palahniuk alude al libro de Plimpton y a Edie (Sedgwick) de Jean Stein. Dos biografías de personajes reales contadas por sus rivales y colegas de excesos, espectadores de sus teatralidades más o menos trágicas. Con demasiadas páginas.

Rant es una novela contada como biografía oral, con efecto Rashomon y múltiples digresiones, como las (brillantes) lecciones de psicología del vendedor de coches. Entra en la ciencia ficción ciberpunk (high tech, low life) subrepticiamente, para resolver la trama en un bucle edípico.

Rant vive en Middleton, una de esas poblaciones americanas sin futuro, donde el viento disemina las basuras y llena las alambradas de condones y compresas, en la escatología cruel típica del autor. Su padre violó a su madre, de 13 años. De niño, mientras busca los huevos de Pascua, le pica una viuda negra, y su padre le obliga a seguir buscando huevos. El veneno no lo mata, le cambia la vida. Ese chico con olfato de lobo asocia la ponzoña al sexo y busca algo que lo mate, mete la mano en las madrigueras, contrae la rabia y la propaga besando a las chicas y embarazando a las maestras.

De mayor, Rant lidera un divertimento ballardiano, el partycrash (aquí, choquejuerga): circulan en coches de recién casados, con latas colgando, y chocan unos contra otros.

Chuck Palahniuk (Washington, 1962), que ha publicado en castellano Superviviente (El Aleph), Nana, Asfixia y Fantasmas (Mondadori), y Diario, una novela en NEB, etc., creó El club de la lucha (El Aleph) cuando trabajaba como mecánico de camiones. En una entrevista contó que escribía tumbado bajo el camión. Su padre se unió a una mujer que huía de un amante violento, y cuando éste salió de la cárcel los mató a los dos y quemó la casa. Estos datos biográficos no suman ni restan nada a su innegable talento de escritor, pero se filtran en la atmósfera despiadada y brutal, la sensación turbadora de sus novelas.

En Rant, la estructura de biografía oral permite a Palahniuk ahondar en su aparente no-estilo, en la tradición despojada de Amy Hempel, Tom Spanbauer y Dennis Johnson. Una especie de tábula rasa con ritmo rudo y una aparente aculturalidad.

Su humor satírico utiliza el dolor amargo de la infancia para contar la distopia americana, el reverso del éxito. Ese dolor está inextricablemente unido al placer, pero también a la violencia latente de las clases populares y la vida urbana contemporánea.

Pero Palahniuk no controla el delirio con la mano férrea de Pynchon (ni la economía de Flannery O’Connor), y la multiplicidad de hilos e ideas corre el riesgo de saturar al lector, atrapado en la narrativa de esos personajes analfabetos que filosofan en su desierto espiritual –“en la vida todo es carne o es dinero”—, y en su estrepitosa ausencia de sueños.

Desde el arranque hilarante de la novela, con el padre de Rant en un avión, la escena en que Rant confiere a Halloween horror verdadero, con corazones animales y ojos ensangrentados, o sus escondites de monedas de oro bajo mocos pegados a la pared, o la obsesión por los partes radiofónicos de accidentes ocurridos mañana, el mito del asesino en serie que infecta con su saliva, su doble final y las coordenadas de ciencia ficción –el mundo dividido en una clase inferior nocturna y una clase diurna, con toque de queda, controles infecciosos y viajes en el túnel del tiempo—, todo crece en el exceso.

Es como si a Palahniuk le hubiera dado pereza eliminar materia de otras historias. El autor ya ha anunciado que seguirá con el personaje. Y aquí, sus seguidores encontrarán no sólo ejemplos del genio Palahniuk, sino también esa voz suya, que restituye incansable la pesadilla americana, capaz de devorar lo que queda de la Vieja Europa.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Jorge Baron Biza - Cultura/s

(Caravaggio, David y Goliat)

Un dolor cerrado
ISABEL NÚÑEZ

Jorge Baron Biza
El desierto y su semilla
451 Editores


El narrador, Mario, acompaña a su madre, Eligia, a la que llama siempre por su nombre, a reconstruirse la cara, quemada por el ácido que el padre del narrador, Arón, le ha lanzado en un acuerdo de divorcio, antes de suicidarse. Madre e hijo viajan a Italia, donde un cirujano célebre le reconstruirá las facciones. Mario pasea por Roma, conoce a una prostituta de la que se hace amante, bebe y bebe, y con un distanciamiento que no puede ocultar el hastío y la violencia interna, narra la evolución de la madre y va hilando escenas del convulso siglo XX argentino, ironizando sobre la desdichada suerte y la estrechez del pensamiento de unos y otros, y acercándose cada vez más al padre escritor, como si una suerte de fatalidad le arrastrara a ello.
Tras publicar su novela de autoficción, en pleno éxito de crítica y público, el periodista y escritor Jorge Baron Biza (Buenos Aires, 1942 – Córdoba, 2001) se arrojó por la ventana de un duodécimo piso, siguiendo la misma pauta repetitiva familiar que recoge la novela, ya que su padre escritor, su madre y su hermana se suicidaron antes que él.
Un crítico ha asociado El desierto y su semilla al género del mal, ha comparado su protagonista a los de Roberto Arlt y sus personajes femeninos a los de Cortázar. Pero el joven narrador de El juguete rabioso arltiano está lleno de sensibilidad, de vitalismo melancólico y de sueños locos, aunque no encaje en el mundo. Y las heroínas de Cortázar muestran el extrañamiento o la interrogación desconcertada de un narrador masculino, pero esa mirada deja lugar a la empatía y el deseo.
Aquí, pese a la belleza de la destrucción y a la feliz idea de asociar simbólicamente las ruinas del rostro materno a las de su país, domina el resentimiento sordo y cansino contra las mujeres, que sólo a veces cede para dejar brillar su humor inteligente (su experiencia transcribiendo recetas de cocina y olvidando ingredientes, o el engaño a los enterradores australianos reinterpretando la cultura clásica) o los experimentos (el cocoliche) en los diálogos, traduciendo literalmente las lenguas cuando hablan extranjeros.
En la literatura, el ángulo suele ser la clave, y situarse en el del perpetrador del mal resulta interesante, precisamente porque las flaquezas humanas, la irracionalidad y la locura son las minas del escritor: pienso en Crimen y Castigo de Dostoievski, el violador de The Little Girl de Grace Paley o Santuario de Faulkner, Flannery O’Connor, Jonathan Littel…
Ciertamente hay aquí un dolor cerrado que no puede dejar indiferente y su expresión es pura literatura. Pero el escritor, incluso enfermo, tiene que controlar su materia, aunque sea eso lo único que controle. Aquí, la falta de salida asfixia al propio escritor, pesa demasiado la obsesiva y sádica descripción del rostro desfigurado de la madre y los –peligrosos— cuidados de su hijo, y ese alcohol compulsivo y desesperado que anuncia ya lo que vendrá.
Si la literatura implica una interrogación, aquí, la respuesta es obvia y el escritor es el único que parece ignorarla, señalando a la genética, silenciando la relación con la madre y camuflando la identificación paterna, las razones de su rabia contra las mujeres, como si sólo el fatuum o el apellido explicaran su necesidad de destruirlas físicamente a cuchilladas. Lo cual no impide relumbrar la chispa de escritor de Baron Biza, ni desmerece la cuidada edición.