miércoles, 9 de noviembre de 2011

Mi reseña del Socotra de Jordi Esteva en el Cultura/s


Foto: Jordi Esteva, Caminante en los altos

Viajes

Un mundo perdido

ISABEL NÚÑEZ

Jordi Esteva
Socotra, la isla de los genios
ATALANTA
368 PÁGINAS
23 EUROS
           
            Una imagen de la infancia sirve de arranque a Jordi Esteva (Barcelona, 1951) en Socotra, la isla de los genios. De niño, cuando no podía dormir, hacía girar la bola del mundo deteniéndola con un dedo. Una noche cayó en una isla del Índico, entre África y Arabia, con una lengua heredera de la de Saba y una flora casi única, los árboles del incienso y la mirra, el áloe, el extraño draco y mitos de animales fabulosos, como el ave Roc. Esteva pospuso ese sueño y realizó todos los demás; Socotra era su último deseo pendiente.
         En esa escena de la infancia estaban ya las contradicciones que enriquecerían su sensibilidad: la cabeza del “desdichado jabalí” en la pared, los pies de foto racistas de Las razas humanas del Instituto Gallach, el país reprimido y franquista en que vivía. Jordi Esteva buscaría la belleza y la libertad en Oriente y en África, pero también buscaría la verdad, por compleja y ambivalente que fuese, y aunque comprenderla exigiera también comprenderse.
         Fotógrafo y escritor, Esteva vivió cinco años en El Cairo, recorrió el mundo árabe y africano, asumiendo sus riesgos, y plasmó su mirada en la fotografía y la escritura, en libros como Los oasis de Egipto, Mil y una Voces y Los árabes del mar, y un documental sobre el animismo akán, Retorno al país de las almas.
         En una tradición viajera más anglosajona que hispana, Esteva ha tenido sin embargo el acierto, señalaba Sami Naïr, de mostrar sus viajes como una experiencia personal y subjetiva. Viaja en busca de mundos que se precipitan hacia la desaparición y el olvido, y en el trayecto reencuentra su propio pasado y descubre que ya le interesa más comprender lo vivido que la pura exploración.
         Los rastros de las leyendas, del mundo salvaje y libre que recorriera Isabelle Eberhardt vestida de hombre a principios del siglo XX, de la espiritualidad preislamista, la medicina natural y las formas de vida proto-hippies, no impiden al autor detectar su reverso: la destrucción especulativa, la violencia islamista, la exclusión de las mujeres, convertidas en fantasmas cubiertos de negro, el olvido cultural. A la luz de los textos clásicos y de su conocimiento de la lengua árabe, Esteva cavila mientras se adentra con una pequeña caravana de camellos en el territorio áspero y escarpado de la mítica Socotra, al encuentro de su anfitrión, nieto del último sultán socotrí.
         Cuando su amigo Abdelwahad le pregunta si le decepciona no escuchar historias de seres legendarios, Esteva le responde que para él, cada día es un descubrimiento. Esa sensación late en estas páginas, donde la atmósfera –la costa desolada y onírica, montañas volcánicas que se desploman en un mar lechoso, cielos estrellados, zarzas y cabras, playas de arena blanquísima y mar cobalto, la piel de cebolla del árbol del incienso, los dracos, el paisaje casi prehistórico, el fulgor de una pareja perdida en un lugar salvaje, los fuegos en torno a los cuales se cuentan las historias, los ojos negros y los dientes blanquísimos en la noche, las exclamaciones rituales en árabe, los tés y cafés perfumados al cardamomo, las plantas que curan, pero también el bullicio de Adén, los aviones repletos, la locura del tráfico— se une al retrato preciso de personajes rescatados de otro mundo o parte de la paranoia occidental, el callo en la frente del falso ferviente o la asfixia de esas mujeres prisioneras, y también los mitos y la historia, desde Simbad y Las Mil y Una Noches a las colonizaciones, los portugueses, los vestigios cristianos de Socotra, el pozo de Rimbaud y su enigma, el comunismo y la borradura de la identidad.
Esteva sigue las huellas de quienes le precedieron y nos transporta sin dejar de interrogarse e interrogarnos sobre el mundo.
         La cuidada edición, con esas imágenes maravillosas aún en su discreción impresa –pictóricas, evocan cuadros como El sueño de Jacob, o el Oriente de Lehnert y Landrock–, donde incluso el papel, las guardas y la tipografía realzan el relato, sugiere que el libro ha encontrado su editor ideal.