lunes, 21 de diciembre de 2009

Columna en FACTUAL

Foto: I.N., Balcón de París, 2008
Una instantánea de Alfonso Vilallonga, Isabel Núñez Pianista, acordeonista, cantante y compositor, en la tradición del café teatro alemán y la chanson française, salpicada del jazz y el blues que tal vez conoció en su época bostoniana, Alfonso Vilallonga parece asumir la música como algo natural, heredado: célà allait de soi. La música era la pasión paterna (su padre cantaba canción hispana con una banda de amigos) que unió a tres de los hermanos. En esa casa todos tocaban y cantaban y dos de ellos se acabaron dedicando profesionalmente –la compositora Cristina, tanguera piazzolista y versátil cantante de Gotan Project, y Alfonso—, mientras que la traductora y cineasta Elena canta y graba de vez en cuando, en intervalos de sus otros dos oficios. Del casi clasicismo de su música, esos cuartetos de cuerda o tríos donde él toca el piano y canta, de su afición y osadía al versionar, del carácter alegremente decadente que podría tener este cantante dandy, ligero y elegante, le rescata y le da envolée no sólo su talento natural, sus maneras de seductor courtois, sino sobre todo, tal vez, la ironía, ese humor sutil –que alguna vez ha llevado al terreno del más delirante absurdo surreal— y que le permite parodiar suavemente a la vez que reinterpreta y compone. Alfonso ha puesto música a varias películas de Isabel Coixet, y lo ha hecho con ese brillo poético ligero, ese esprit que le caracteriza.
Como sus hermanas, Alfonso lleva su encanto aristocrático con la humildad gauchiste de quien quizás adivina oscuramente que, como muestra el Quijote, en Cataluña, los nobles eran históricamente también bandoleros, que se protegían políticamente en los círculos del poder. Lo que queda, aparte de la reivindicación del antepasado rebelde que fue Cabeza de Vaca, que se unió a los indios y desarrolló poderes esotéricos alejándose de los sanguinarios conquistadores, lo que queda en Alfonso es más cultural que genético, una vieja estética, los fragmentos de palacio divididos entre galerías y apartamentos, el aire de café teatro berlinés del Círculo Maldà y el dandismo del personaje, que de pequeño quiso ser actor y sabe llenar de teatralidad y de gracia gestual el espacio de sus actuaciones.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Natsume Soseki en La Vanguardia Cultura/s

Foto: I.N., Parc del laberint d'Horta, 2009
Narrativa Novela haiku ISABEL NÚÑEZ
Natsume Soseki Kusamakura (Almohada de hierba) Ediciones Sígueme Traducción de Emilio Masiá y Moe Kuwano 205 PÁGINAS 18 EUROS Natsume Soseki (Tokio, 1867–1916) está considerado uno de los autores más destacados de la era Meiji, cuando Japón se abría a Occidente. Profesor de literatura inglesa en la Universidad de Tokio, buen conocedor de la literatura china, pasó dos años en Inglaterra que recordaría como los peores de su vida, pues se sintió “como un pobre perro perdido entre una manada de lobos”. De vuelta a Japón, publicó haikus y novelas, como la costumbrista e irónica Wagahai wa neko de aru (Soy un gato), la hilarante y tragicómica Botchan (publicada en España por Impedimenta) y otras tantas, hasta que una úlcera de estómago le llevó a la muerte a los 49 años.
Kusamakura es una novela-haiku, así la definió su autor. Un pintor viaja al balneario de Nakoi huyendo del bullicio y la efervescencia de las emociones, intentando contemplar la naturaleza y a los hombres como si fuesen un cuadro y buscando así el ánimo perfecto para pintar.
En el balneario, las apariciones de Nami, una hermosa mujer divorciada y considerada extravagante, le interrogan con su teatralidad misteriosa. Todo, cualquier elemento del paisaje, como la gestualidad y las palabras de los seres solitarios con quienes se cruza –el maestro budista, la vieja campesina, el barbero tosco, el hombre que acarrea leña, el joven soldado—, suscitan su contemplación reflexiva. El pintor no pinta, pero escribe breves haikus, a los que Nami responde con otros.
Sus reflexiones sobre la poesía china o anglosajona, sobre la posición del artista en el mundo o la pura belleza –de unas algas inmóviles al fondo del lago, de la comida japonesa, el obi rojo de un kimono, los árboles y el viento, las flores que caen, la luminosidad del aire o los colores y sus significados— componen una mirada sugerente y sutil, a la vez tradicional y experimental. La traducción castellana es elegante, aunque al principio desconcierta la alternancia de tiempos verbales.
Kusamakura es una novela insólita, entre el ensayo filosófico y una poética oriental que entronca con Wordsworth o Wilde. Atrapa y hechiza al lector con su sencillez, en la telaraña de su lentitud luminosa, no exenta de ironía ni de sorpresas. Los pensamientos vuelan en estas páginas como mariposas y un misterioso dinamismo nos lleva hasta el final, con sus pinceladas de belleza japonesa.