Foto: I.N., Maraña de almeces, 2009
CHÉJOV EN NUEVA YORK
GRACE PALEY
Cuentos completos
Traducciones de José María Álvarez Flores, Susana Contreras, Enrique Hegewitcz, César Palma, Ángela Pérez
Anagrama, 2005, 462 págs., 18,50 €
Isabel Núñez
Grace Paley nació en el Bronx neoyorquino en 1922. Judía, de ascendencia europea oriental, su abuelo nació en el Báltico, y esas raíces están muy presentes en sus escritos. Casada y con dos hijos, había escrito exclusivamente poemas cuando, aprovechando la ausencia de los niños por una enfermedad, descubrió su propia voz para la ficción y compuso sus primeros relatos.
En el prólogo a esta edición de sus Cuentos Completos, Paley explica cómo un padre se deja caer cansinamente en el sillón de la casa de ella cuando acude a recoger a uno de sus hijos y le dice: “Mi ex mujer me aconseja que lea sus cuentos”. Ella se los da, y al cabo de los días el hombre, que es editor en Doubleday, vuelve y le encarga que escriba unos cuantos más para publicarlos. Es lo que la autora define como uno de sus “pequeños golpes de suerte”. La escena se parece a estos relatos, donde muchas veces hay niños, madres y padres, incertidumbre, separaciones, agotamiento y sobre todo, muchas y animadas conversaciones.
Es difícil explicar en qué consiste la magia de estos cuentos deslumbrantes. Tal vez la principal razón sea esa voz de Grace Paley, única, especial, cargada de una gran humanidad histórica fuertemente imbricada en lo que se ha llamado humor judío y con una dulzura comprensiva que no excluye nunca la autoironía y el criticismo más feroz.
A veces, estas familias efervescentes recuerdan a las de algunas películas de Woody Allen pero van más allá, tan llenas de vida, de excentricidad y de sorpresas, de desestructuraciones, cargadas del peso de la historia, pero también iluminadas por reencuentros amorosos y eróticos a cualquier edad, y sobre todo, de muchísimas discusiones donde la política, los prejuicios, la marginación social, el amor y el sexo, la pérdida, la muerte y la amistad están siempre presentes.
En estas historias, el feminismo y la crítica social forman parte de la vida de los personajes, no son nunca impostados, sino inherentes a la tendencia analítica y la rebeldía natural de ese entorno y esa voz, siempre llena de curiosidad, de empatía y también de una energética voluntad de comunicación “¡Contar!”, dice un personaje. “Eso descongestiona un poco; los pulmones sirven para respirar, no para guardar secretos. Mi esposa nunca cuenta nada; tose que tose. Toda la noche.”
Así, vemos una familia que grita más allá de lo soportable como expresión de sus dificultades (“Mujeres y niñas”), una joven del teatro que renuncia a las convenciones, pero acaba con una alegre compañía en la vejez (“Adiós y buena suerte”), la muerte accidental de un niño (“Samuel”) matizada por los múltiples puntos de vista de todos los que miran y actúan, condicionados por su propio pasado y sus vidas. O la narradora que se encuentra sentada en un árbol del parque, rodeada de niños y de conversaciones eróticas entre madres cuando sólo ansiaba “una bocanada del ancho mundo masculino”. O ese relato deconstruido y genial donde la narradora discute con su padre un cuento dentro del cuento (“Conversación con mi padre”), que va escribiendo y sometiendo a su crítica impaciente, y aprovecha para recoger sus “defectos como escritora” y juega cervantinamente entre ficción y realidad con su personaje real-inventado por otro personaje algo más real, pero también inventado, que es su álter-ego en muchos de estos relatos. O esa misma álter-ego ya vieja que corre con pantalón corto hasta su viejo barrio, ahora poblado por negros que la increpan pero también la escuchan sorprendidos, y acaba refugiada en su ex casa por una mujer negra huraña y su receptivo niño, mirando por la ventana y sin decidirse a salir durante unos días insólitos. O esas dos amigas que hablan por teléfono, enfermas, y la narradora, que se salvará, le dice a la otra: “La vida no vale tanto, Ellen... Sólo nos ha dado días miserables y hombres miserables, y hemos estado siempre sin dinero, siempre arruinadas, con cucarachas siempre, sin nada que hacer los domingos excepto llevar a los niños a Central Park y remar en ese estanque asqueroso...” “Yo quiero verlo todo”, contesta su amiga. O esos dos hombres que hablan del suicidio como una opción posible en sus vidas, dentro de unos años, cuando sus hijos hayan crecido... (“A la escucha”). Y en ese mismo cuento final, la amiga que se queja y no perdona a la autora por no haberla sacado en sus historias.
O el momento de tensa quietud tras un dramático secuestro donde el padre parece culpable (“En el jardín”), o el dolor de las amigas por la pérdida de una de ellas, que va a morir, también lleno de humor y desenlaces múltiples que no mitigan la tristeza, pero la revisten de matices y complejidad (“Las amigas”), o cómo el descubrimiento de que existe un pasado cambia la percepción de una niña que repite su nueva frase “¿te recuerdaz?” (“Ruth y Edie”), o la divertida e interesante discusión política en la tienda de ultramarinos (“El oyente”).
Y en esa corriente analítica, tan judía, por supuesto, la obsesión de la memoria: “Sentí una obligación imperativa, como si recordar fuera imperativo para la existencia del pasado.” Y las salidas inesperadas del padre de la narradora, excéntrico y vivo en todas sus apariciones: “Es terrible morir joven. Aunque la verdad es que te ahorra un montón de tiempo.”
Grace Paley cuenta que no ha podido escribir más porque estaba demasiado ocupada con su activismo pacifista, social y feminista, desde los años sesenta y la Guerra de Vietnam hasta ahora. Es una feminista que disfruta en compañía de mujeres, pero también en la de los hombres. Y eso se traduce en el vitalismo plácido que respiran sus personajes a pesar de la conciencia y las dificultades.
Estructuralmente, Paley parece sentirse libre para explorar y jugar a su antojo, deconstruyendo, asomando a unos personajes fijos de uno a otro cuento, poniendo en cuestión su realidad o su invención (“por eso llegué a quererla, a amarla, a inventarla y a soportarla”, dice en una ocasión la narradora sobre otro personaje), riéndose de sí misma y de todos, relativizándolos, usando su álter-ego, esa Faith (o Fe, en la versión castellana) que tanto recuerda a Grace (Gracia) en primera o tercera persona, acercándola y alejándola, como a todos los demás. Hay cuentos divididos en varias partes, cuentos que se interrumpen con comentarios de realidad, a veces ficticia, cuentos sesgados, incluso sesgadísimos –para contar la violencia contra una mujer, como “La jovencita”, donde el narrador es un hombre simple que empieza disculpando a los prepetradores, para acabar haciéndose alguna pregunta vaga—, cuentos dentro de otros cuentos, y siempre con su pulso firme, humorístico y cargado de una conciencia histórica y humana que sólo una mujer así, judía, culta, activista socialista y anarquista, fiera pacifista, pero vital, irónica, inteligente y con un talento inmenso para la literatura podría mantener sin aburrir nunca ni ser jamás panfletaria.
En esta edición, Anagrama ha reunido los tres libros de relatos de Grace Paley que ya había publicado en los años ochenta, añadiendo otra serie de cuentos inéditos de la misma autora. Los traductores son variados, pero el nivel general de la versión castellana es digno, suficiente para dejar ver las sugerentes metáforas y las frases maravillosas de Grace Paley.
Para mí, leerla ha sido un descubrimiento y una notable fuente de placer. Como valor añadido extraliterario, diría que es un respiro de aire fresco escuchar una voz tan activista, con un optimismo vital que no se engaña ni engaña, y que viene bien para recordar en Europa los valores de la cultura judía, ahora que Sharon y sus secuaces podrían llevar a olvidarlas. Sólo me gustaría recomendar a cualquiera que lea estas páginas que corra a su librería a hacerse con este libro magnífico y pueda así disfrutar de los placeres y el conocimiento que ofrece.