Foto: I.N., Sant Salvador, 2010
La Vanguardia Cultura/s
No es literatura para viejos
ISABEL NÚÑEZ
Las teorías salvajes
Pola Oloixarac
Alpha Decay
280 Páginas
19 EUROS
La escritora Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977) ha llegado a este país envuelta en seductora provocación, arropada por el entusiasmo de la generación nocilla y por autores del prestigio de Ricardo Piglia.
En sus declaraciones, la autora modelo y bloguera argentina desdeña la crítica: “uno de esos oficios indecentes de los que prefiero mantenerme alejada”, cuenta que escribió la novela para soportar el horrible ambiente de la Universidad de Buenos Aires, donde estudió filosofía, y que quería repensar la literatura como forma de conocimiento.
La narradora de Las teorías salvajes es una estudiante que intenta seducir a un oscuro profesor de antropología en Buenos Aires, para desmontarle ideológicamente. La Universidad, como en la magnífica Sanshiro de Soseki o en tantas novelas anglosajonas, es el centro-espejo donde todo confluye, el pasado (una tía de la narradora, izquierdista militante en los años setenta y desaparecida, dejó insólitas cartas a Mao) y lo actual (dos jóvenes nerds unidos desesperadamente por su deformidad, que inventan videojuegos de guerra y montan encuentros sexuales con descapacitados). Todo trabado en una maraña donde las teorías antropológicas, el saber filosófico, la ciencia y las nuevas redes sirven, con la música popular y otros discursos cruzados, para explicar el sexo o las relaciones de poder y parodiar el mundo cultural argentino y sus legados, la jerga psicoanalítica o el izquierdismo.
Más que una novela, Las teorías salvajes parece un curioso artefacto destinado a seducir al mundo editorial. La autora es inteligente, organiza bien sus apoyaturas culturales, sus citas, la escenografía intelectual construida con deliberada ligereza: la narradora llama a su gata Montaigne, y ahuyenta a su pez Yorick con el Walden de Skinner. Oloixarac aprovecha sus lecturas: de Pynchon toma su capacidad de conectarlo todo, sólo que en Pynchon hay una verdad amarga tras la descripción de la paranoia, que se anticipó a lo que venía, y el escritor empatiza con sus personajes, por locos que sean. En cambio Oloixarac sólo parece amar a su narradora alter ego y muestra tan frío desdén por los demás personajes que resulta tedioso seguirles. De Houellebecq toma los individuos solitarios, obsesionados por el sexo y sin habilidad social. Pero Houellebecq, al menos en sus primeras novelas, mostraba su verdad dolorida de hijo de sesentayochistas, permitía compartir su humor autoirónico, su rabia misántropa.
Oloixarac ha escrito una novela cruel, y eso tampoco es nuevo –antes fue Sade, o Marcel Schwob—, pero atraerá a muchos. Lo nuevo es su transposición a la escena bonaerense y al vacío infinito de la red. Su parodia apunta la necesaria revisión crítica del discurso de la izquierda, de la propaganda y la demagogia que dominaron los setenta. Y la urgencia de esa desmitificación, unida a su vigorosa ferocidad adolescente (pura fe en la propia inmortalidad), explican su éxito allí. La supuesta crítica al psicoanálisis se queda en la superficie, sólo hay burla de la jerga, una queja light contra el arraigo de ese saber en Argentina, que en España nunca ha existido: aquí sigue siendo una minoría bajo sospecha y eso evita en parte la rigidez.
Tal vez el arranque de la novela o su fluidez formal sean sus mejores signos de futuro. En conjunto, se diría que a Oloixarac aún no le ha ocurrido nada, nada le ha dolido, nada la ha sacudido, salvo la ambición de un brillo provocador. Hay ideas brillantes y referencias culturales decorativas: las alusiones a Shakespeare y a Montaigne al nombrar sus mascotas ¿quieren compensar el vacío, la pose que sustituye al poso, la condición inhumana de su novela, opuesta a los dos humanistas, sondeadores de profundidad? Habilidad falta de chicha. Cuestión de prioridades o tal vez de edad: los que esperamos otra cosa de la literatura no podemos gozar con ella, aún reconociendo su ingenio y sus dotes de seducción.