lunes, 21 de diciembre de 2009

Columna en FACTUAL

Foto: I.N., Balcón de París, 2008
Una instantánea de Alfonso Vilallonga, Isabel Núñez Pianista, acordeonista, cantante y compositor, en la tradición del café teatro alemán y la chanson française, salpicada del jazz y el blues que tal vez conoció en su época bostoniana, Alfonso Vilallonga parece asumir la música como algo natural, heredado: célà allait de soi. La música era la pasión paterna (su padre cantaba canción hispana con una banda de amigos) que unió a tres de los hermanos. En esa casa todos tocaban y cantaban y dos de ellos se acabaron dedicando profesionalmente –la compositora Cristina, tanguera piazzolista y versátil cantante de Gotan Project, y Alfonso—, mientras que la traductora y cineasta Elena canta y graba de vez en cuando, en intervalos de sus otros dos oficios. Del casi clasicismo de su música, esos cuartetos de cuerda o tríos donde él toca el piano y canta, de su afición y osadía al versionar, del carácter alegremente decadente que podría tener este cantante dandy, ligero y elegante, le rescata y le da envolée no sólo su talento natural, sus maneras de seductor courtois, sino sobre todo, tal vez, la ironía, ese humor sutil –que alguna vez ha llevado al terreno del más delirante absurdo surreal— y que le permite parodiar suavemente a la vez que reinterpreta y compone. Alfonso ha puesto música a varias películas de Isabel Coixet, y lo ha hecho con ese brillo poético ligero, ese esprit que le caracteriza.
Como sus hermanas, Alfonso lleva su encanto aristocrático con la humildad gauchiste de quien quizás adivina oscuramente que, como muestra el Quijote, en Cataluña, los nobles eran históricamente también bandoleros, que se protegían políticamente en los círculos del poder. Lo que queda, aparte de la reivindicación del antepasado rebelde que fue Cabeza de Vaca, que se unió a los indios y desarrolló poderes esotéricos alejándose de los sanguinarios conquistadores, lo que queda en Alfonso es más cultural que genético, una vieja estética, los fragmentos de palacio divididos entre galerías y apartamentos, el aire de café teatro berlinés del Círculo Maldà y el dandismo del personaje, que de pequeño quiso ser actor y sabe llenar de teatralidad y de gracia gestual el espacio de sus actuaciones.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Natsume Soseki en La Vanguardia Cultura/s

Foto: I.N., Parc del laberint d'Horta, 2009
Narrativa Novela haiku ISABEL NÚÑEZ
Natsume Soseki Kusamakura (Almohada de hierba) Ediciones Sígueme Traducción de Emilio Masiá y Moe Kuwano 205 PÁGINAS 18 EUROS Natsume Soseki (Tokio, 1867–1916) está considerado uno de los autores más destacados de la era Meiji, cuando Japón se abría a Occidente. Profesor de literatura inglesa en la Universidad de Tokio, buen conocedor de la literatura china, pasó dos años en Inglaterra que recordaría como los peores de su vida, pues se sintió “como un pobre perro perdido entre una manada de lobos”. De vuelta a Japón, publicó haikus y novelas, como la costumbrista e irónica Wagahai wa neko de aru (Soy un gato), la hilarante y tragicómica Botchan (publicada en España por Impedimenta) y otras tantas, hasta que una úlcera de estómago le llevó a la muerte a los 49 años.
Kusamakura es una novela-haiku, así la definió su autor. Un pintor viaja al balneario de Nakoi huyendo del bullicio y la efervescencia de las emociones, intentando contemplar la naturaleza y a los hombres como si fuesen un cuadro y buscando así el ánimo perfecto para pintar.
En el balneario, las apariciones de Nami, una hermosa mujer divorciada y considerada extravagante, le interrogan con su teatralidad misteriosa. Todo, cualquier elemento del paisaje, como la gestualidad y las palabras de los seres solitarios con quienes se cruza –el maestro budista, la vieja campesina, el barbero tosco, el hombre que acarrea leña, el joven soldado—, suscitan su contemplación reflexiva. El pintor no pinta, pero escribe breves haikus, a los que Nami responde con otros.
Sus reflexiones sobre la poesía china o anglosajona, sobre la posición del artista en el mundo o la pura belleza –de unas algas inmóviles al fondo del lago, de la comida japonesa, el obi rojo de un kimono, los árboles y el viento, las flores que caen, la luminosidad del aire o los colores y sus significados— componen una mirada sugerente y sutil, a la vez tradicional y experimental. La traducción castellana es elegante, aunque al principio desconcierta la alternancia de tiempos verbales.
Kusamakura es una novela insólita, entre el ensayo filosófico y una poética oriental que entronca con Wordsworth o Wilde. Atrapa y hechiza al lector con su sencillez, en la telaraña de su lentitud luminosa, no exenta de ironía ni de sorpresas. Los pensamientos vuelan en estas páginas como mariposas y un misterioso dinamismo nos lleva hasta el final, con sus pinceladas de belleza japonesa.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Reseña de Ismaíl Kadaré en el Cultura/s

Narrativa Deseo y ensoñación con fondo balcánico ISABEL NÚÑEZ
Ismaíl Kadaré El accidente Alianza Literaria Traducción de Ramón Sánchez Lizarralde
320 PÁGINAS 18 EUROS Ismaíl Kadaré, premiado con el Príncipe de Asturias de las Letras, el Man Broker Internacional Prize 2005 y otros galardones, es autor de novela, poesía y ensayo, y su poética particular refleja el peso y el pesar del legado histórico balcánico, sin renunciar a la tradición helénica ni a su cultura francesa. En Tres cantos fúnebres por Kosovo dibujaba con lirismo fulgurante la épica bélica que tan arteramente se utilizó en los Balcanes, como esa peonía roja de Kosovo, regada según el mito con la sangre de los soldados serbios vencidos por los otomanos. Alianza editorial está publicando toda su obra, y Mario Muchnik, su primer editor en este país, fue quien elogió a su traductor, Ramón Sánchez Lizarralde, y su larga colaboración y amistad con Kadaré. El accidente es una novela sorprendente. Camino del aeropuerto de Viena, un taxi sale bruscamente de la carretera, y los dos pasajeros, Besford y Rovena, albaneses y al parecer amantes, resultan muertos. Un investigador intenta dilucidar lo ocurrido: ¿qué vio el taxista en el retrovisor? ¿Fue un accidente o un oscuro asesinato, como pretende Liza Blumberg, amante sáfica de Rovena? ¿Se trataba de un asunto amoroso o había motivaciones políticas? Si bien la trama pasional –el affair entre un experto en asuntos balcánicos y una joven becaria que no entiende de política y sólo vive para él— parece convencional o misógina, la salva no sólo la ligereza poética de la escritura de Kadaré, sino sobre todo, la calidad onírica y psicoanalítica de ese relato, donde nada es lo que parece y la confusión entre lo real –el accidente y la tragedia griega balcánica— y lo subjetivo es tan constante como en las películas de David Lynch. Tiene sentido que los protagonistas (en su juego de espejos) lean juntos ese pasaje del Quijote cervantino del curioso impertinente, ese confuso trío de pasión, burla, deseo y traiciones que interesó a Freud. Los sueños de los protagonistas, que el investigador analiza con los hechos, contribuyen a esa sugestiva ambigüedad entre el inconsciente, la fantasía, las proyecciones del taxista y el investigador, e intensifican la atmósfera fuertemente onírica de la novela, donde los crímenes y atrocidades de la guerra de los Balcanes y su juicio en La Haya forman un melancólico y comprometido telón de fondo.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Kadaré en La Vanguardia Culturas

Foto: I.N., Calle de Pristina, Kosovo, 2008
Ensoñación balcánica ISABEL NÚÑEZ Ismaíl Kadaré El accidente Alianza Literaria Traducción de Ramón Sánchez Lizarralde 320 PÁGINAS 18 EUROS Ismaíl Kadaré, premiado con el Príncipe de Asturias de las Letras, el Man Broker Internacional Prize 2005 y otros galardones, es autor de novela, poesía y ensayo, y su poética particular refleja el peso y el pesar del legado histórico balcánico, sin renunciar a la tradición helénica ni a su cultura francesa. En Tres cantos fúnebres por Kosovo dibujaba con lirismo fulgurante la épica bélica que tan arteramente se utilizó en los Balcanes, como esa peonía roja de Kosovo, regada según el mito con la sangre de los soldados serbios vencidos por los otomanos. Alianza editorial está publicando toda su obra, y Mario Muchnik, su primer editor en este país, fue quien elogió a su traductor, Ramón Sánchez Lizarralde, y su larga colaboración y amistad con Kadaré. El accidente es una novela sorprendente. Camino del aeropuerto de Viena, un taxi sale bruscamente de la carretera, y los dos pasajeros, Besford y Rovena, albaneses y al parecer amantes, resultan muertos. Un investigador intenta dilucidar lo ocurrido: ¿qué vio el taxista en el retrovisor? ¿Fue un accidente o un oscuro asesinato, como pretende Liza Blumberg, amante sáfica de Rovena? ¿Se trataba de un asunto amoroso o había motivaciones políticas? Si bien la trama pasional –el affair entre un experto en asuntos balcánicos y una joven becaria que no entiende de política y sólo vive para él— parece convencional o misógina, la salva no sólo la ligereza poética de la escritura de Kadaré, sino sobre todo, la calidad onírica y psicoanalítica de ese relato, donde nada es lo que parece y la confusión entre lo real –el accidente y la tragedia griega balcánica— y lo subjetivo es tan constante como en las películas de David Lynch. Tiene sentido que los protagonistas (en su juego de espejos) lean juntos ese pasaje del Quijote cervantino del curioso impertinente, ese confuso trío de pasión, burla, deseo y traiciones que interesó a Freud. Los sueños de los protagonistas, que el investigador analiza con los hechos, contribuyen a esa sugestiva ambigüedad entre el inconsciente, la fantasía, las proyecciones del taxista y el investigador, e intensifican la atmósfera fuertemente onírica de la novela, donde los crímenes y atrocidades de la guerra de los Balcanes y su juicio en La Haya forman un melancólico y comprometido telón de fondo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Charlotte Roche en La Vanguardia Cultura/s de hoy

Foto: I.N. Balcones en Madrid, 2009
Narrativa La otra cara del sexo ISABEL NÚÑEZ
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Charlotte Roche Zonas húmedas / Zones humides Anagrama / Proa Traducción de Richard Gross / Jordi Jané-Lligé 208 /216 PÁGINAS 16 / 16,95 EUROS Sin duda Charlotte Roche (Wycombe, 1978), británica educada en Alemania, tiene una compulsión expresiva. Montó una banda de garage rock, se autolesionó y pintó con sangre, experimentó con drogas, se afeitó la cabeza y triunfó como presentadora de Viva (especie de MTV).
Zonas húmedas nos llega con un millón y medio de ejemplares vendidos en Alemania, primer best-séller germano de Amazon.
Roche quería mostrar que las mujeres no son sólo un objeto erótico, también enferman, van al váter, sangran. “Si uno quiere acostarse con ellas, tiene que encarar también esa parte”. Ella siempre sintió atracción morbosa hacia las intervenciones traumáticas del cuerpo –cirugía, sangre, instrumental, suturas—, que asocia al sexo y la masturbación (tal vez la muerte de sus tres hermanos en un accidente, cuando iban a la boda de Charlotte, y su madre herida, guarden relación), y quería romper los tabúes del sexo femenino. Una adolescente, Helen, con una curiosidad exploratoria a veces agresiva hacia su cuerpo, aquejada de hemorroides que metaforiza como “una coliflor en el culo”, se produce, al afeitarse esa zona para verla mejor y disfrutar más, una fisura que la lleva al hospital, donde permanece toda la novela. Allí, con la complicidad de un enfermero seducido, continúa su exploración y prolonga su estancia como sea, fantaseando con reunir a sus padres divorciados. Ciertamente hay tabúes que romper en la corporalidad femenina y sería injusto no reconocerle a Roche talento expresivo, ritmo y eficacia con su lenguaje libre (las traducciones lo translucen). Temáticamente hay algo del Crash de Ballard, y quizás ideas de Germaine Greer, pero la asociación con Holden Caulfield parece desatinada. Se trata del fenómeno contemporáneo de los escritores que no leen y escriben como si con ellos empezara la cultura (acaban leyendo, por saturación de su propio discurso). Roche es personaje mediático en Alemania y eso también la ayuda a vender. Pero el lector que no comparta su afición escatológica no superará las páginas dedicadas a la coliflor y sus repliegues, incisiones, gasas, o su afán de ensuciar el hospital por pura excitación. Humor, porno –con su tradicional fragmentación y desindividuación—, adolescencia prolongada y fluidos corporales, en un tono directo que recuerda a Bridget Jones.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Mi reseña sobre Lionel Shriver en La Vanguardia Culturas

Foto: I.N., Rincón de un pequeño parque en Bruselas, 2008
Narrativa ¿Qué pasaría si le besara? ISABEL NÚÑEZ Lionel Shriver El mundo después del cumpleaños Anagrama Traducción de Daniel Najmías 704 PÁGINAS 27 EUROS El azar y la pregunta ¿qué habría ocurrido si…? han generado mucha literatura. Para todo escritor, la interrogación ante cada opción vital y la renuncia que implica son materia de ficción. Dejando aparte la poética de lo fortuito austeriana y vilamatiana, Henry James utilizó ese condicional en La esquina alegre, Paul Theroux en My Other Life, y lo manejan la autoficción y el cine con resultados diversos. Lionel Shriver, que causó un impacto más sociológico que literario con su Tenemos que hablar de Kevin (buceando en la violencia adolescente con un legítimo cuestionamiento del rol materno, pero sin una indagación personal más valerosa), somete la trama de El mundo después del cumpleaños a una estructura rígida, casi asfixiante: en el primer capítulo, Irina, ilustradora infantil rusoamericana, felizmente instalada en su rutina de pareja con el racional y estable Lawrence, asesor de política internacional, se ve asaltada por el deseo de besar a un amigo de Lawrence que parece su opuesto, un jugador de snooker británico, inculto, encantador y dado al exceso. De ahí surgen dos novelas de capítulos alternos; en un capítulo, Irina y Ramsey se besan, en el otro no. Y con paciencia minuciosa, Shriver describe en un paralelismo más divertido que irritante las dos posibles vías, con las variaciones de cada opción. ¿Qué pasaría si le besara? ¿Y si no le besara? En ese trayecto, tal vez demasiado largo (aunque dicen que lo largo vende), Shriver se burla de los ingleses (con afecto), de los norteamericanos expatriados (sin renunciar a serlo), de los escritores (“un escritor frustrado, si es que hay alguno que no lo sea”), de hombres y mujeres, raíces, estereotipos y la conciencia moral de lo político. Usa su visión microscópica, algo misógina, desmitifica el sexo y retrata el matrimonio evocando al Hornby de Cómo ser buenos, siempre desde su posición ligera (Shriver prefiere un capítulo de la serie The Wire con palomitas a un cuento de Henry James), para defender la feliz rutina, con un interrogante abierto. Y sale más que airosa de su empeño. En el retrato de esas dos trayectorias posibles, los hechos políticos del cambio de milenio aparecen como mero telón de fondo –guerra de los Balcanes, muerte de Diana, atentado de las Torres Gemelas— que no afecta a la acción principal, y esa reducción es en sí misma una declaración. Domina su feroz ironía, con momentos geniales y otros previsibles, y su mirada inquieta, capaz de mostrar la multiplicidad de yos que coexisten en cada uno y cómo cada relación puede reflejar uno de esos yos y desconcertar. Analiza la extraña dualidad de la pareja, hecha de espacios secretos y canales de diálogo, con sus frágiles equilibrios. Y la necesidad de probar otra vía que puede asaltar a cualquiera. Y en esa reflexión sobre las relaciones, aunque no se dirija tanto a los intelectuales como al público de las palomitas, hay también una interrogación sobre nosotros y cómo nos definimos en el otro, llena de contradicciones y matices. La escritura es pragmática (la traducción eficaz), no busca grandes hallazgos formales. Se trata de entretenimiento inteligente, falsamente ligero, muy contemporáneo y apto para casi todos los públicos.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Von Doderer en La Vanguardia Culturas

Foto: I.N. Jardín en San Petersburgo, 2004
Narrativa Retratos de café vienés y silencio de preguerra
ISABEL NÚÑEZ Heimito von Doderer Los demonios El Acantilado Traducción de Roberto Bravo de la Varga 1664 PÁGINAS 48 EUROS Heimito (adaptación del diminutivo español Jaimito) von Doderer nació en 1896 cerca de Viena, y vivió siempre en esa ciudad, excepto por su cautiverio en Siberia, en la I Guerra Mundial, durante el cual decidió convertirse en escritor. Sus estudios de psicología e historia le servirían en esa búsqueda literaria. Los demonios fue su gran novela (Premio Nacional de las Artes), su escritura le llevó veinticinco años e impregnó sus demás libros (se ha dicho que su novela La escalera de Strudelhof “nació de una costilla” de ésta), incluyendo poemas y artículos periodísticos. Con su biografía, Von Doderer podría corroborar la evolución que denuncia Bernhard, de una Austria que sustituye el nacionalsocialismo por el catolicismo, sin transición, enterrando el pasado: Von Doderer militó brevemente en el partido nazi, no se sabe si por nietszcheanismo o por un error de cálculo, y lo abandonó desengañado y horrorizado, pero su conversión intentaba “devenir un ser humano”, una idea que inspiraría su obra.
Los demonios es una novela sólida e inteligente, dibuja la Viena de entreguerras minuciosamente, con la complejidad narrativa de un inmenso fresco de personajes que bullen como “bajo una gran piedra levantada en el jardín” y recogen un amplio espectro social, desde el legado fastuoso y palaciego de la capital imperial a la pequeñez de esa ciudad reducida y provinciana que se mira el ombligo, en la década de los veinte, los años en que se fragua todo el horror y la violencia del siglo XX.
Al parecer, el autor mezcló osadamente el alemán coloquial con la lengua de la burocracia imperial, la erudición desenfrenada y una jerga inventada para lo erótico en una sorprendente polifonía, superando las barreras que separaban rígidamente el alemán culto del oral, aunque esto no pueda transmitirse en una traducción.
Se ha comparado a Von Doderer con Proust y Musil, y aunque pueda comprenderse, la asociación no le favorece. Von Doderer no tiene la densidad filosófica, ni el brillo subjetivo e íntimo, la nervadura que anima la obra de Proust, ni tampoco –aunque se hable de la misma sociedad y aunque ambos autores intenten comprender la Historia a partir de la ficción literaria y utilicen un ritmo lento—, comparte el peso alegórico y simbólico de El hombre sin atributos, cuyos personajes también se desgajaban como el tejido social del imperio perdido.
Se trata aquí de un gigantesco friso barroco de esa sociedad vienesa que precede a la violencia nazi, dibujado mediante el retrato de sus múltiples personajes, con un puntillismo y una aguda finura en el trazo, y ese ritmo lento, sin economía, que nos abre las puertas de los salones y nos permite asistir a los paseos por los bosques circundantes, escuchando de cerca sus voces, observando los mínimos cambios de expresión, sintiéndolos respirar, sonreír, desperezarse, produce la sensación de recorrer la pintura francesa del Louvre y observar con lupa cuadros de bailes, cafés y encuentros sociales… antes de que la Historia los precipite al infierno. Más aún: el yo narrador de Von Doderer, semielíptico y omnisciente gracias a las supuestas crónicas de otros amigos, es un maestro en diseccionar las relaciones, los juegos de poder, la pérdida de control y la sumisión, el temor o la arrogancia en los gestos más sutiles, y el retrato adquiere gran riqueza de matices psicológicos.
Y cuando nos preguntamos por qué la paródica escenificación de un grupo de damas obesas que toman el té con sus pensamientos banales, sus rivalidades y su batalla fallida contra el peso se alarga tanto en el tiempo, o esas reuniones donde apenas ocurre nada pero todo parece formar parte de un thriller sin médula, vemos los forcejeos de la joven Renacuajo intentando entender y entenderse y adoptar una posición, no sólo del arco de su violín sino también en el mundo, y decididamente nos cautiva, o bien contemplamos agitarse esos otros personajes, como Kajetan, Grete, Frau Mary, René o el maestre de caballería, y la sutileza clarividente con que el autor los examina entretiene y suscita admiración. O el modo maravilloso en que la compleja realidad interna de esos personajes se refleja en el paisaje, como apuntaba Martin Mosebach en su prólogo (impregnado del mismo élan vital que la novela), de modo que incluso el mobiliario o los objetos son capaces de proyectar de vuelta esa realidad y de permitir que los personajes la comprendan, dando lugar a momentos epifánicos. Son instantes en los que a partir de un gesto –como esa mirada materna de Grete en la calle, al arbusto que se ha llenado de brotes verdes como pequeñas esmeraldas antes de que acabe el helado invierno, que conmociona a Schlaggenberg y le hace cambiar de dirección—, todo se reordena y adquiere un sentido humano, aunque sea irónico. Hay una pasión, una intensidad de espíritu o una religiosidad vital extraordinaria en Von Doderer, en su capacidad humanista de observar la vida múltiple de su inmenso microcosmos, en su mirada llena de ironía y humor, en su habilidad al recrear atmósferas e instantes de descubrimiento y comprensión. Y el incendio del Palacio de Justicia de Viena en 1927, en su trágica escenificación simbólica, acaba por precipitar también los hechos personales y sus prioridades afectivas, como ese timbre que parece rasgar el cuerpo de Mary justo antes del gesto absoluto de Leonhard, y la radiante eclosión de Renacuajo y el giro en la vida del narrador, y es como si el autor rematara sus distintos hilos con una fluidez delicada e imprevisible y como si el horror llevara sólo a refugiarse calladamente en el amor.
La versión castellana y la cuidada edición también brillan. Pero, si al fin resulta que precisamente esa lentitud, tan ajena a nuestro mundo interrumpido –donde la falta de tiempo es perenne y casi dolorosa—, se convierte en otro de los hechizos de la novela, sigue habiendo aquí una elipsis de esos demonios, algo imperdonablemente liviano, cierta huida, un silencio, y ésa es ciertamente la razón exasperada de Bernhard.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Cafè Central

Foto: I.N., Pavimento de las calles de Bruselas, invierno de 2008
Éste es el texto que he escrito (en catalán) para conmemorar el aniversario de Cafè Central, la editorial alternativa de Antoni Clapès y Victor Sunyol que publicó mis plaquettes (El cec de l'Odissea, el bloqueig i un somni d'editors; Els meandres de la traducció) incluyéndolas en un fondo de libros maravillosos. Y ahora, para celebrar ese aniversario, se publicará un libro con textos de Carles Hac Mor, Esther Zarraluki y muchos otros, y entre ellos esta humilde pieza mía, que traduzco aquí, para esos lectores silenciosos que me honran con su visita:
El Café Central es un café imaginario. Tiene mesas de mármol, suelo de madera y zócalos de mosaico, y a alguna hora se juegan partidas de dominó, cartas o billares, y por los ventanales se ve una plaza con plátanos y palmeras. No es un cibercafé, ni un café virtual como los de las universidades a distancia. Es un café de toda la vida, como los que antes había en Barcelona, donde ibas a leer una mañana si te saltabas una clase o no venía el profesor, o si buscabas piso, trabajo o película, y tenías que marcar las opciones posibles en los periódicos. Y siempre, lo sabías, podía aparecer un amigo, un interlocutor para una conversación de emergencia o un conocido para una conversación inspirada y fortuita. Y también veías desconocidos interesantes, que ayudaban a restaurar el paisaje humano feo y hostil de la calle. Y a veces, alguien te preguntaba algo del libro que estabas leyendo. Aquellos cafés eran escenarios de múltiples representaciones vitales individuales, con una teatralidad excéntrica y siempre cambiante, como cuando levantas un pedrusco en un bosque y ves una multitud de bichos diminutos que se agitan caprichosamente. Es imaginario porque en Barcelona no han dejado ni uno de esos cafés, se los han cargado uno a uno, y ahora sólo hay cafés feos y ruidosos o esos que imitan un modelo inexistente, con olor a café sintético, y que son franquicias. Y si queda alguno de los de verdad, debe estar a punto de cerrar. Y el público tampoco es lo que era, todo son desconocidos con un aire tristemente convencional y quizá también imiten un modelo inexistente. Hay quien dice que ahora las guerras también se hacen para destruir las ciudades y reconstruirlas con el negocio y la idea de imitar modelos inexistentes y venderlas más caras. Y los desastres meteorológicos también sirven para reconstruir esas ciudades de mentira, con memoria de replicantes y grandes centros comerciales. Y ahora que los cafés de toda la vida han desaparecido, sólo nos queda la idea de Café Central, que ya sólo existe en los libros, y por eso, cuando se creó una editorial con ese nombre, todos los que aún estaban vivos y recordaban cómo era la vida antes del dominio de los grandes centros comerciales, la reconocieron automáticamente, porque este café central, con mesas de mármol, libros y una plaza con plátanos y palmeras, vive en lo que llaman el imaginario colectivo de los desdichados habitantes de Barcelona, una ciudad que les arrancan un poco más cada día que pasa, cuando talan los árboles, entierran las marcas de la historia, derruyen los edificios antiguos, eliminan los rincones de sombra y desaparecen las calles donde antes era agradable pasear. Algunos barceloneses viven adormecidos y sueñan que aún están en la ciudad de siempre, sueñan que Hereuville es Barcelona, y alimentan una especie de felicidad amodorrada que les hace crecer mucho la barriga, una barriga metafórica. Tal vez sean consumidores de soma, pero se enfadan muchísimo cuando alguien critica o se queja y corre el riesgo de despertarlos de su sueño. Cuando viajan no se dan cuenta de que en las ciudades extranjeras no hay tanto ruido, ni de que allí los árboles crecen inmensos y dan sombra y las carreteras pequeñas tienen cúpulas verdes hacia el cielo y los alcorques son tres veces mayores para que los troncos puedan ensanchar libremente. No ven que en esas ciudades hay marcas de la historia al descubierto, marcas que recuerdan a los muertos y los conflictos, y que conservan algunos cafés de toda la vida. Sólo ven los platos del restaurante, porque ya sólo piensan en comida. Otros sí se dan cuenta y son los que reconocen inmediatamente el olor auténtico de café resistente de los libros de Cafè Central, o sea, la idea de tertulia imprevisible, de juego libremente improvisado, de conversación de emergencia, la idea de los mares de dudas y las dudas de los mares y las discusiones y las afinidades completamente electivas. Y esos barceloneses despiertos y doloridos por el arrancamiento, que querían la ciudad tal como era en los años ochenta y que no son seguidores del Gran Centro Comercial, son los mismos que, ahora, celebran el aniversario del Cafè Central, que es una especie de resistencia subversiva contra el cemento, la especulación y el soma de Hereuville. Isabel Núñez

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Álvaro de la Rica y su Kafka en La Vanguardia Cultura/s

Ensayo Buscar la verdad y la belleza ISABEL NÚÑEZ Álvaro de la Rica Kafka y el Holocausto Editorial Trotta 144 PÁGINAS 13 EUROS La dureza del texto de Kafka con el que arranca este ensayo, el terrible y casi marcelschwobiano En la colonia penitenciaria, no debería arredrar a ningún lector para seguir el recorrido al que nos invita Kafka y el Holocausto, muy bien editado por Trotta y prologado lujosamente por Claudio Magris. En efecto, su lectura no sólo de lo visionario histórico y filosófico en Kafka sino de su proximidad con lo sagrado es un frondoso paseo, con ventanas al universo hondamente melancólico y poético de Kafka, rodeándolo sin ensordecerlo del conocimiento iconográfico y antropológico de las religiones, significaciones semíticas, interpretaciones bíblicas del autor, que halla pistas y coincidencias asombrosas con los místicos españoles o con Mercè Rodoreda. Lector y pensador libre, De la Rica objeta sin temor a los estudiosos kafkianos y las teorías canónicas para apoyar una tesis de Nora Catelli, busca la falta en la interpretación arendtiana (y roza la matización psicoanalítica a la banalidad del mal), escucha a Derrida y avanza en su propia visión –literaria y religiosa— de las cosas, sin olvidar que Kafka nunca se interesó por ser comprendido ni interpretado, sino por ahondar en su camino literario. Parece claro que Kafka vio y dibujó alegóricamente lo que vendría tras su muerte, el horror que iba a cernirse sobre los judíos (sus tres hermanas, muertas en Auschwitz) y sobre el mundo, pero hay mucho más, en primer lugar el viejo dilema kafkiano entre escritura y vida, ese “situarse lejos del amor para poder decir qué es”, y el doble movimiento buscando la amistad y el fulgor, casi la protección de las mujeres, pero retrayéndose ante la realización amorosa, como parte de su ascesis de la escritura, de ese sótano oscuro donde refugiarse a escribir. Y entre toda la riqueza significante metafórica y efervescente de espiritualidad que es el libro, tal vez la intuición “más fulminante” sea, como señala Magris, su acercamiento al texto brutal, poético, triste y simbólico que es Ante la ley, que siempre es una suerte revisitar pese a su densa tristeza. De la Rica despierta el deseo de volver a Kafka, pero también de seguir la pista de su propio trabajo ensayístico iluminador, con esa posición que considera sus riesgos y la posibilidad de equivocarse casi como un don de Fortuna.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Barcelona Metrópolis

Foto: I.N., Parc del Laberint d'Horta, 2009
La ciudad perdida Isabel Núñez - Escritora Además de las grandes mansiones, en Sant Gervasi se han destruido casitas con jardines escondidos. Del distrito han desaparecido los pájaros, la frescura y el silencio. Existe la impresión generalizada de un resentimiento histórico de la administración municipal contra Sant Gervasi.
Durante los últimos años he visto cómo se degradaba el paisaje de Sant Gervasi. La lista de patrimonio a proteger era muy reducida en el barrio, como si los responsables municipales ya hubieran previsto no poner límites al gran negocio que implicaría la libre destrucción de esta parte de la ciudad. ¿Cómo entender, si no, que tantas mansiones modernistas y novecentistas hayan caído bajo la piqueta? Además de las mansiones derruidas, han destruido muchas casitas, con jardines invisibles ocultos detrás. Eran jardines rodoredianos, con árboles históricos y hospitalarios en los que se posaban los pájaros. Esos jardines no han desaparecido sólo por la codicia de los propietarios y constructores, sino sobre todo por la normativa que obliga a construir aparcamientos bajo las casas. El patio de manzana donde vivo tenía el encanto caótico de este barrio: ahora está lleno de edificios mediocres, con cemento y sin verde. Desde un balcón de la calle Sant Màrius, una vecina regaba un jardín abandonado, con palmeras y espinos como los de La bella durmiente; recuerdo su desolación el día que entraron los bulldozers.
Con los jardines, han desaparecido los pájaros y la frescura -antes, al salir de los ferrocarriles, la temperatura bajaba dos o tres grados con respecto al centro, y el silencio reinaba. Ahora, Sant Gervasi es el distrito más ruidoso de la ciudad1, pero no hay conciencia del derecho al silencio diurno. Sólo se habla del ruido nocturno, como si la gente, alienada, sintiera aversión contra aquellos que se divierten, pero aprobase el ruido "justificado" de las obras y el tráfico. La Guardia Urbana me confirmó que Barcelona, a diferencia de otras ciudades de Europa, no tiene limitación de decibelios para las obras: pueden hacer un ruido infinito, siempre y cuando se ajusten a los horarios diurnos. Cunde la impresión de un resentimiento histórico de la administración socialista contra Sant Gervasi, tal vez por el voto tradicional a CiU, o por una apreciación inexacta de la composición social de sus habitantes, que incluye sectores acomodados (Mandri, Ganduxer, Tres Torres), pero también una densa población de artesanos, profesionales, tenderos, jóvenes e inmigrantes que comparten pisos y muchos ancianos empobrecidos que no llegan a final de mes, según la asociación de vecinos. Las autoridades municipales son unánimes: los vecinos de Sant Gervasi no nos podemos quejar. Más grave que los déficits de bibliotecas y recursos municipales es que el Ayuntamiento no sólo no ponga límite a la destrucción del paisaje y la calidad de vida, sino que contribuya a ello (por ejemplo, con la tala de encinas centenarias en Collserola para instalar una montaña rusa; la tala inminente de los almeces de la plaza Joaquim Folguera por la construcción de la línea 9; la tala de palmeras, plátanos y acacias en la avenida Diagonal, para que pase un tranvía; tala del setenta por ciento de los árboles de los Jardins de Vil·la Florida para construir un parking). En otras ciudades de Europa los trazados de los transportes y las obras respetan los árboles. El paisaje de un barrio de la ciudad pertenece a todos y no sólo a los que lo habitan. Todos podemos pasear por el Turó Parc o por la Diagonal, aunque no tengamos una casa allí. En el Turó Parc las obras han compactado la tierra, sin pasajes internos para airear las raíces, y mueren magníficos árboles históricos, porque la administración municipal no consultó a ningún experto. Parques y Jardines ha dejado de ser una institución protectora de lo verde para convertirse en taladores de árboles y perpetradores de unas podas que los expertos califican de escabechinas: favorecen infecciones, malformaciones, invasiones de parásitos y a menudo provocan la muerte de los árboles. En ese contexto de frustración por la pérdida de la belleza histórica y la degradación del entorno, surgió la historia del azufaifo. Era el árbol de la calle, sobresalía del jardín de una casa bonita, daba sombra y llenaba la acera de unas flores pegajosas y unos frutos que yo no había identificado. Un día, mi prima V., que había vivido en China, me dijo: "Tu calle me recuerda a Beijing, por el azufaifo." Esta revelación fue el detonante. El azufaifo era protagonista de una de aquellas escenas simbólicas de la infancia que configuran mi autoficción, el esqueleto de mi psicoanálisis y la ética que me construí. De pequeña, en el colegio, saltábamos el muro encalado de un huerto en el que había un azufaifo, y un día los frutos rojos se me indigestaron. Al llegar a casa, mí tía Rottenmeyer me pegó y antes de encerrarme, como siempre, en el cuarto de las calderas, me gritó: "¡Esto te pasa por comer azufaifas!". Y esa palabra exótica, que confería al sabor rojo y dulce un aire misteriosamente árabe, se asoció en mi mente a un espacio de rebelión sensual, con la luz del sol de septiembre en aquel patio prohibido. Cuando V. y yo visitamos al azufaifo, ya tenía un cartel de derribos. Escribí en mi blog la rabia que sentía por el futuro del azufaifo y por la ciudad perdida. La traductora Isabel Lacruz me ofreció la experiencia jurídica de traductora europea. Revisamos el expediente en el distrito y descubrimos que, para conceder la licencia, un responsable de Parques y Jardines había firmado que había un serbal en lugar de un azufaifo. Un azufaifo y un serbal no se parecen en nada, pero así el dueño podía construir tranquilo. La gerente del distrito nos dijo, condescendiente, que la Constitución protege la propiedad privada. Yo objeté que la Constitución también protege el patrimonio verde. "¿Y para qué querría el Ayuntamiento más zonas verdes?", preguntó ella, "¿Para que aparquen las motos y caguen los perros?". Era "demasiado tarde" para salvar Sant Gervasi, dijo; "no ganaréis". Los expertos fueron apareciendo. Supimos que nuestro azufaifo era el mayor ejemplar documentado en Europa, bicentenario y valioso. Enrique Vila-Matas nos hizo un artículo titulado "El fin de Barcelona" en El País. Oriol Bohigas escribió otro2 pidiendo la placita para nuestro árbol. Imma Mayol me respondió que lo trasplantarían. Presentamos tres informes de ingenieros técnicos y de botánicos para demostrar que el árbol no resistiría un trasplante y que, si sobrevivía, la poda radical para sacarlo de la calle lo convertiría para siempre en bonsái. Vinieron de TV3, del programa de Josep Cuní. Después, las radios. Por fin, el árbol se declaró de interés local, aunque el Ayuntamiento amenaza con construir en la parte baja del terreno y, según el experto Joan Bordas, eso matará al azufaifo. Habíamos tocado un punto sensible. Y de nuevo lo he visto con el manifiesto para salvar los plátanos, las palmeras y las acacias de la Diagonal, o los almeces de Joaquim Folguera (la plaza será pronto una pequeña Lesseps, destripada, sin frondosidad, otro desierto de hormigón y ruido): lo han firmado personalidades significativas de la ciudad y la cultura. ¿Tal vez los políticos, alejados de la sensibilidad de las ciudades, inmersos en la cultura del cemento, han perdido la confianza de sus interlocutores? ¿Tal vez esa actitud arboricida, insensible a la sequía, al cambio climático y la sostenibilidad, es dolorosamente contraria a las promesas de la izquierda?
Notas
1 El País, 30/11/2008, y La Vanguardia, 15/09/2008.
2 "El ejemplo del azufaifo", El Periódico de Catalunya, 11/07/2007. Verano (julio - septiembre) 2009

miércoles, 3 de junio de 2009

En La Vanguardia, Rimbaud

Foto: I.N., Parque del Retiro, Madrid, mayo 2009
Correspondencia El enigma de Rimbaud ISABEL NÚÑEZ Arthur Rimbaud Prometo ser bueno: cartas completas Barril & Barral Traducción de Paula Cifuentes El género epistolar es infrecuente en nuestro mundo editorial, sin embargo, cualquier nota de Kafka irradia su universo literario, Juan Ramón Jiménez brilla aun quejándose por la pianola de un vecino, aunque las cartas de Nabokov sean insípidas. La contraportada de Prometo ser bueno: cartas completas dice que estas cartas iluminan “las partes oscuras de una vida pública”, que forman su biografía. Pero lo que late dramáticamente en ellas es el enigma de un poeta vidente que sólo escribió de los 15 a los 20 años, y que, como dice Pere Gimferrer, “ha encontrado un lenguaje que nadie a su alrededor posee y con el que puede decir cosas que nadie dice”, con una fuerza poética jamás superada. Sólo en las primeras cartas –a su profesor Izambard, a Delahaye, a Verlaine— el joven Rimbaud es aún el poeta ardiente que lee, inventa palabras, muestra su genio intraducible o su escritura nocturna (Un soir j´ai assis la Beauté sur mes genoux), revela que el poeta se hace vidente por un “desarreglo de los sentidos”, formula su “yo es otro” y flota “la verdadera vida está ausente”. Después, sólo vemos la ruptura total con su yo poético, y esos viajes donde lucha arduamente por ganarse la vida, en Alejandría, Chipre, Abisinia, como vigilante de una cantera, comerciante o minero, para morir de un cáncer fulminante, con sufrimiento atroz (un apéndice incluye las cartas de su hermana Isabelle a la madre, y los testimonios del proceso de Bruselas contra Verlaine, por disparar a Rimbaud). Leyendo esas cartas nos preguntamos dónde está el Rimbaud del Bateau îvre, con los áridos manuales técnicos –carpintería, vidriería, armería…– que pide incansable a su familia. El psicoanalista B. Bremond habla de una búsqueda del padre, tras su fracaso por un exceso de fe en las palabras, porque su poesía no se convierte en oro, porque, dice Gimferrer, se ha adelantado un siglo a la comprensión de su obra y ha descrito un círculo completo; más allá no hay nada. Busca en el mundo mercantil un modo de cambiar la vida, lo que no logró su poesía, o a ese padre que al abandonarles le arrebató también a su madre.
La edición es visualmente impecable; hay que felicitarse de que Rimbaud nos revisite (para releer Iluminaciones) y del nacimiento de esta editorial, y esperar que una reedición corrija las erratas.

sábado, 18 de abril de 2009

Texto de presentación de mi audiolibro CRUCIGRAMA

Foto: I.N., en Belgrado, 2004
Sobre la voz Yo empecé a leer en voz alta desde muy pronto. Cuando era pequeña, al llegar a Barcelona, a los 5 años, y gracias a mi perversa tía Rottenmeyer, sabía leer, escribir, sumar, restar y las tablas de multiplicar. Pero aterricé en una clase donde nadie sabía nada. Durante un año estuve leyendo cuentos en voz alta mientras las demás niñas aprendían a dibujar las letras. Era siempre la narradora en las funciones teatrales y me obligaban a leer los evangelios en la iglesia, porque era un colegio de monjas... hasta que me negué, para poder escapar de las misas. Cuando me expulsaron de ese colegio, fui a otro no mucho mejor, y cuando llovía y no podíamos salir al patio, me pedían que contase una historia, así que me sentaba en una mesa y contaba lo que se me ocurriera, aunque fuese la película que había visto el día antes. Enseguida me acostumbré a hablar en las asambleas y lo hice hasta que acabó el franquismo (si aceptamos la tesis de que acabó realmente alguna vez). Luego, durante mucho tiempo, dejé de hablar y leer en público. Hasta que un día, Jorge Herralde, editor de Anagrama, me pidió que presentara el libro de una autora británica, sáfica y osada, Sarah Waters, a la que yo había entrevistado y defendido en una reseña. Aquello me puso extrañamente nerviosa: hasta el último momento no sabía qué diría. Cuando llegó el día D, la pobre autora estaba más asustada que yo: tuve que acompañarla a tomarse un copazo. Pero cuando comprobé que la gente me escuchaba con atención, se reía con mis bromas y me aplaudía, me dieron ganas de subirme a la mesa, micrófono en mano, y cantar una canción, tal era el alivio que sentía. Después de eso recuperé mi vieja formación didáctica y he dado conferencias en instituciones y clases en posgrados de universidades. Y empecé a leer mis textos en público, animada precisamente por Carles Hac Mor, que prácticamente me obligó a leer mi texto El cec de l’Odissea, el bloqueig i un somni d’editors en una presentación de Esther Xargay y hasta logró que cantase una canción ante los presos de Quatre Camins. Al principio iba muy deprisa, luego me he ido calmando. Es verdad que con la voz vehiculamos otras cosas, intensificamos el contenido de algunas palabras, ponemos el peso aquí o allá: siempre recuerdo la melancolía y el misterio que mi profesor de literatura de Unitec atribuía al diftongo en la u gongorina (la gruta de Polifemo era “süave bostezo de la tierra”); contemplo la coloración fonética de las palabras, los significados otros que tienen en la historia de cada uno, todo lo que se les ha ido agregando, recuerdos y connotaciones particulares, asociaciones y parentescos insospechados, como se enredan las algas a un ancla hasta transformarla o como esas adherencias de algas, lapas, conchas y redes que arrastra el fondo exterior de las barcas. Son cosas que sólo la voz puede expresar. A mí siempre me ha sorprendido que, para fomentar la lectura, en este país apenas se recurra a la voz, no se utilice jamás la radio, que las emisoras no inviten a los autores a leer cuentos, poemas y novelas, como se hace en otros lugares. Que no haya en las librerías lugar para cds literarios, como en Francia, y no sólo para los ciegos y la gente mayor. Que se organicen tan pocas lecturas. Como si la tradición literaria no empezase así, con los niños que escuchan a sus madres o padres leyendo, o con los contadores de historias de los mercados árabes. Precisamente las modulaciones de la voz, sus colores afectivos son las claves que permiten entendernos a los bebés y a los gatos y perros. Porque el tono añade otros significados a las cosas. Creo que es Enrique Vila-Matas el autor que colecciona grabaciones de escritores. Es como si en este país el mercado editorial y el mundo cultural hubiera olvidado los poderes de la voz. Hace poco, en una institución donde dábamos una conferencia Lydia Oliva y yo nos pidieron que no leyéramos porque, dijeron: “nuestro público no lo entenderá”. Naturalmente, fue todo lo contrario, logramos hechizarles leyendo historias de escritoras y fotógrafas. Por eso el nacimiento de Llibres de Veu es un acontecimiento feliz y yo estoy muy contenta de que Crucigrama vaya por ahí como una barca, con todas las algas y los objetos incrustados de mi historia, dándole otra vida al libro.

miércoles, 15 de abril de 2009

Cuentos de Clarice Lispector La Vanguardia Cultura/s

Exuberante y misteriosa ISABEL NÚÑEZ
La familia de Clarice Lispector (Ucrania, 1920 – Río de Janeiro, 1977) emigró a Brasil cuando ella tenía meses de edad, huyendo de pogroms y hambre. Clarice se consideraba brasileña. A los 23 años publicó una novela innovadora, Cerca del corazón salvaje. Escribió cuentos infantiles, columnas periodísticas, novelas y relatos, en una prolífica y magnética obra que edita Siruela en castellano. Estos Cuentos reunidos son una celebración de su genio y su escritura única. Aunque haya elementos –afinidades, no influencias— de La señora Dalloway woolfiana en ese tiempo casi detenido de algunas narradoras, o del misticismo de Hesse o hálitos de Robert Walser y Katherine Mansfield, nada se parece realmente a su mirada. Es como si sus antenas le permitieran oír y tocar lo que nadie siente, recibir mensajes de los pájaros, del viento, los árboles, un perro o una gallina, conocer los impulsos y la extrañeza de la infancia y la adolescencia. Ante un mundo espiritual germánico o cerebral anglosajón, opone la exuberancia húmeda de Brasil, una naturaleza poderosa que estremece con su sensualidad oscura y luminosa al tiempo. Algunos cuentos son meditaciones o experimentos de lógica, otros autobiográficos y vemos a Clarice con su máquina de escribir –interrumpida por atropellos vitales, un insecto, preguntas asombrosas de los niños, la extraña criada llegada de un bosque y enmudecida por un hallazgo que no puede formular—, con la placidez de su dominio literario. Otros son sombríos y hablan del suicidio, de la muerte por agotamiento o de la vida en márgenes de locura y medicación. Sus mejores personajes son femeninos porque la autora se pregunta sobre esa condición, pero aquí hay de todo salvo estereotipos, y su comprensión acoge de igual modo a hombres, viejos y niños, sin excluir ningún ser vivo. El encuentro de una niña y un perro pelirrojos, las visiones del zoo, el profesor de matemáticas que abandona un perro porque no soporta su exceso de amor, la gallina que huye de su verdugo, vuela al tejado y recibe a cambio más tiempo de vida, la niña que roba rosas de un jardín de ricos, o la mujer que se deshace de las suyas por demasiado hermosas y cuando se arrepiente, es tarde y se aproxima la locura, o la familia cuyo frágil equilibrio se quiebra con la irrupción nocturna de tres enmascarados. Esos momentos epifánicos en que el aire se estremece o la humedad perturba o el universo ardiente deja oír sus latidos a una mujer que se cepilla el pelo. Lo que no se puede decir, ni elaborar. El deseo que está en todos y que no encaja en las convenciones ni la razón. La soledad, la pérdida y el olvido, la locura delirante que nos acecha en cada interpelación. Hay cuentos filosóficos, de injusticia y justicia poética, o misterios del destino. En ellos su mundo secreto se nos ofrece fugaz, con extraña generosidad. En esta cuidada edición, con magnífico prólogo de Miguel Cossío Woodward, las traducciones son un lujo, aunque los ibéricos tengamos que renunciar a pluscuamperfectos y a modos del subjuntivo, y adivinar que la mantis se llama esperanza. En ese cuento, la imagen final del verde y delicado insecto en un brazo y los ojos que lo contemplan me recordó a Vinyoli: “La vida qui la viu? No un jaç/ banal, no boques de diner,/ sinó robins en la quieta/ palma indefensa d’una mà capaç/ de retenir-los i meravellar-se’n” (La vida ¿quién la vive? No un lecho banal, no bocas de dinero, sino rubíes en la quieta palma indefensa de una mano capaz de retenerlos y maravillarse). Clarice Lispector
Cuentos reunidos
Siruela
Traducciones de Cristina Peri Rossi, Juan García Gayó, Marcelo Cohen y Mario Morales
544 PÁGINAS
29,90 EUROS

jueves, 2 de abril de 2009

Varlámov en el Cultura/s

Foto: I.N. Los almeces que el ayuntamiento proyecta talar en la plaça Joaquim Folguera, 2009
Narrativa Paradojas vitales ISABEL NÚÑEZ Alexéi Varlámov (Moscú, 1963) es uno de los escritores rusos más interesantes del momento; ha obtenido diversos premios literarios, entre ellos el Solzhenitsin (2000), y Acantilado ha anunciado ya la publicación de otros dos libros suyos. En El nacimiento, una mujer se queda embarazada cuando ya ha renunciado a tener hijos, ha asumido su esterilidad, y su relación matrimonial se ha convertido en desencuentro silencioso. El marido utiliza sus largas caminatas por el bosque para enfrentarse a sus pensamientos, a la frustración de no haber hecho la vida que quería ni haberse casado por amor, y la mujer, culpable, espera que él la abandone y espía los gestos de él como posibles indicios de su infidelidad o su fuga definitiva. El embarazo les atrapa por sorpresa, en plena agitación social y política, y es precisamente cuando empiezan los problemas fisiológicos, la gravedad, el maltrato médico y las amenazas para el bebé cuando descubren su tremendo deseo de ese hijo. Y en ese forcejeo oscuro y sin apenas palabras entre ellos, se redescubren amándose con un ardor callado, que hasta entonces ignoraban. El sistema médico, el sistema hospitalario cruel sirve de espejo crítico de la Rusia contemporánea, pero más allá de las particularidades, vemos la cruel arbitrariedad y la violencia médica, sin empatía, tan extendidas en nuestro país e inherentes a la historia de la medicina, como demostró Françoise Héritier. Y más allá de la paradoja vital de la pareja, de su entorno contemporáneo y del bebé que con tanta dificultad se abre paso a la vida, la historia nos arrastra, –en el castellano elegante de Selma Ancira— y sorprende la falta de ruido, de banda sonora: oímos el frondoso y helado silencio, dolorido, de El bosque de abedules de Wajda o El bosque del duelo de Naomí Kawase: la respiración de esos árboles rusos, con su hojarasca crujiente y húmeda y su aire frío, los pensamientos atropellados del hombre, proyectados y latiendo en el paisaje invernal, con la mezcla de deseo y aprensión de la mujer ante los cambios de su cuerpo, cuando siente el parto como un arrancamiento o cuando mira a ese ser arrugado y escuálido sin comprender la intensidad de su apego, y ese fuego sordo y salvaje que recorre a la pareja y les ata a su pequeño, al margen del mundo. No se la pierdan.
Alexéi Varlámov. El nacimiento. Acantilado (Traducción de Selma Ancira) 160 PÁGINAS. 15 EUROS

miércoles, 18 de marzo de 2009

En La Vanguardia Cultura/s Erling Jepsen

Foto: I.N., Calles de París, 2009
Narrativa Crónica asfixiante de la brutalidad familiar ISABEL NÚÑEZ
A veces me he preguntado cómo podían seducirme algunos libros sobre el horror. Me ocurrió con Trastorno de Thomas Bernhard y con Klaus y Lucas de Agota Kristof. La clave sería la ironía y la sensibilidad que distancia a los narradores del entorno espantoso que les rodea, como en Sin destino de Kertész. Confieso que no me ha sucedido con El arte de llorar a coro de Erling Jepsen (Dinamarca, 1956). Contada por un niño de once años que une a Tarzán y al ángel de la guarda sobre su cama, cree que son parientes y les reza por igual, es una crónica de la brutalidad, en una familia de la Dinamarca rural, con un padre incestuoso y cobarde, que se deja humillar en público y luego apalea a su hijo, y una madre que acepta que el padre se acueste con la hija. El protagonista lo cuenta con naturalidad, decidido a respetar las arbitrarias leyes familiares, encomendándose solitario a los héroes de su altar pagano, mientras su hermana es dopada e ingresada por un psiquiatra sin escrúpulos para acallar sus protestas por el abuso. La novela ha sido calificada de “divertida” y llevada al cine, pero a mí, su lectura me parece asfixiante. En esa escritura eficaz, que restituye con credibilidad la voz de un preadolescente rural e insinúa una verdad biográfica tras la fabulación, nada, ni siquiera el humor me libraba de la claustrofobia. Como Allan, que apela al hermano mayor, urbanita y único familiar opuesto a lo que allí sucede, yo también deseaba escapar mientras leía de esa atmósfera enrarecida donde los ritos religiosos cohabitan con la violencia. Y la quietud del presente histórico, esa lupa capaz de ralentizar el tiempo contribuye tal vez al agobio de la lectura. Si los niños de Agota Kristof se endurecían para resistirlo todo, algo en sus sueños y en sus gestos conectaba con la poderosa poética de su autora. En Kristof, como en Kertész y Bernhard se levanta el entramado inteligente de la gran literatura, que despierta en nosotros un magma vital transformador y nos conforta pese a lo terrible. El arte de llorar a coro es una novela de éxito, una crítica feroz a la institución familiar y la hipocresía social, pero el pobre Allan forma parte de ese mundo siniestro y el autor lo muestra con honradez: no hay diferencia entre él y los otros, ni hay esperanza tampoco para el lector. Erling Jepsen El arte de llorar a coro
Lengua de trapo
Traducción de Blanca Ortiz Ostalé
256 PÁGINAS
19,50 EUROS

miércoles, 21 de enero de 2009

Daniel Handler en La Vanguardia Cultura/s

Foto: I.N. Árboles de Bruselas, diciembre 2008
Locamente
ISABEL NÚÑEZ
Daniel Handler (San Francisco, 1970) triunfó con libros juveniles, con la “Serie de catastróficas desdichas” (El hospital hostil y La villa vil, publicadas aquí por Tusquets), y después escribió varias novelas de adultos. En el dorso de portada se dice que Adverbios es una novela. Y es que en estos relatos hay algunos hilos, hebras enredadas, personajes que se repiten y otros que toman sus nombres pero no son, ¿o sí?, y canciones recurrentes (Oh yes, baby, yes) y obsesiones que parecen sacadas de cuentos de hadas crueles, como las urracas que van apareciendo y desapareciendo, o la inminencia del terremoto, y el posible estallido de un volcán, y la paranoia terrorista y la urgencia del dinero. Pero esos hilos que confunden y se ríen del lector no llegan nunca, a mi juicio, a construir una novela.
El libro es irregular, pero tiene momentos –y cuentos enteros— de una ingeniosa y honda melancolía, unida a esa voz irónica que nunca deja de burlarse. Trata del amor, que casi siempre se traduce en desencuentros, celos, platonismos, atracciones y persecuciones sin reciprocidad; en definitiva: amor que duele. Y todo introducido por adverbios (en castellano unificados con la terminación mente) que titulan los cuentos, adverbios que ofrecen el contexto irónico-paródico de todo. (En “Realmente”, el autor habla de sus cuentos). Un pasajero se enamora del taxista, que huye de él. Una escritora británica se ve atrapada en San Francisco, donde cualquier cosa cuesta millones de dólares –incluso un taxi—, bloqueada (sólo logra dos versiones de una frase) y celosa de la ex novia de su marido. Una joven acompaña a su amiga agonizante, de una rara enfermedad, en un itinerario loco. La ex novia de un hombre se convierte en Reina de las Nieves, con poderes sobrenaturales. El cartero, una vecina y un transeúnte acosan a un joven de quien se han enamorado a primera vista. Una pareja que hace el amor en un bosque topa con dos amigos, uno con una pierna destrozada de una caída y el otro, un ex novio de ella… Y en medio de ese desfile doloroso y burlón de personajes que nos confunden con sus autorreferencias, nombres repetidos, canciones, y las obsesiones del autor como imágenes de una poética propia, es difícil no admirar el talento de Handler, que se desvela a medida que avanza el libro.
Daniel Handler
Adverbios
Tusquets
Traducción de Victoria Alonso Blanco
320 PÁGINAS
17,31 EUROS

miércoles, 14 de enero de 2009

Agota Kristof: oscura y fulgurante

La Vanguardia Cultura/s - miércoles 14 enero 2009 Agota Kristof: oscura y fulgurante ISABEL NÚÑEZ Agota Kristof (1935, Csikvand, Hungría) ha tenido una extraña suerte editorial en castellano. Ahora, con su obra mayoritariamente publicada, El Aleph presenta No importa, un relato poético y sombrío de la soledad urbana, de un personaje que confunde sueños y realidad y se enamora de las casas; sólo quiere vivir para recorrer las calles y es capaz de expresar sus excesos de emoción con la música hasta abrumar a quien le escucha. Todavía puede leerse en castellano y catalán la espléndida Klaus y Lucas (la versión catalana es de Sergi Pàmies: no cualquiera podría transmitir ese descarnamiento, esa escritura seca que apenas adjetiva, donde no hay nada superfluo). Obelisco publicó en 2007 La analfabeta. Un relato autobiográfico que, si bien carece del rigor estructural y la exigencia literaria del resto de su obra, consolará a quienes se hayan hecho adictos a su voz y busquen inevitablemente su verdad entre tantas variaciones, sueños y mentiras. Supe de su existencia gracias a la traductora y cineasta Elena Vilallonga, que la propuso a un editor, sin suerte, y luego quiso llevarla al cine, pero leyó que Thomas Vinterberger tenía los derechos de Klaus y Lucas, y abandonó. Esa película no llegó, pero la obra de Kristof ha conocido múltiples adaptaciones teatrales, y una cinematográfica que la autora rechaza, porque la adulteró con un final feliz. Kristof describe un mundo –la Hungría de entreguerras, la dictadura y luego el comunismo— donde el poder es implacable y la violencia arbitraria. En ese mundo, ni las ciudades ni el gobierno tienen nombre –irónica alusión a “los libertadores”—, y sus personajes sobreviven a la dureza volviéndose implacables, con momentos de amistad, de encuentros apasionados aún en medio de la sorda desesperación. Klaus y Lukas, entregados a una abuela que les esclaviza, en una casa donde nadie se lava y todo son harapos sucios, se someten a un entrenamiento durísimo para hacerse invulnerables. Aparentemente no tienen piedad ni sentimientos y se han prohibido las lágrimas, pero su amoralidad tiene excepciones: ayudan y protegen a algunos. Porque en el mundo de Agota Kristof, en medio de esa oscuridad y horror en que todos los ciudadanos han sido despojados violentamente de alguien y viven insomnes, sin curarse de sus pérdidas, rayando la locura, siempre hay un lugar para los encuentros, y en ellos, además de la sensualidad desbordante y sin prohibiciones –el incesto es una constante—, hay una intensidad espiritual que sorprende entre el descreímiento y la desesperanza. El talento está ahí: sus personajes escriben o tocan música, pero siempre abandonan, inexplicablemente, como la propia autora, en una venganza por el maltrato, una voluntad de no restituir nada al mundo, de decir “no me interesa”, como en el poema de Dickinson, This is My Letter to the World, That Never Wrote to Me. En Suiza, el horror ya no es ese Estado violento que mata y despoja lo que lleva a la gente al alcohol y al suicidio, sino el trabajo embrutecedor de las fábricas, la frialdad de la gente, el aislamiento. Leí una entrevista donde Agota Kristof decía que ya no escribía, que no le interesaba la literatura ni creía en nada. Pensé que su desesperanza me resultaría insoportable, pero me equivocaba: como en el Bernhard de Trastorno o de (que Kristof admira), me he preguntado por qué, si todo lo que se describe es tan terrible, me atrae tanto su escritura. Si en Bernhard son la inteligencia del narrador, el humor negro de sus observaciones y la genialidad literaria, que lo iluminan todo, aquí es la poesía descarnada y la intensidad de esos encuentros bajo el horror de la vida, una mezcla de sensualidad, espiritualidad y ensoñación que van más allá de la negación de la autora, más allá de su desesperanza; se burlan de su pesimismo y de nuestra credulidad y muestran un hálito vital más poderoso que ninguna otra cosa. Esperemos que algún editor reedite el agotado Ayer, y que Agota Kristof encuentre pronto su público de lectores en este país.
Agota Kristof
Klaus y Lucas
El Aleph Editores
Traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué
No importa
El Aleph Editores
Traducción de Julieta Carmona Lombardo
Trilogia de Klaus i Lukas
La Magrana -
RBA
Traducció de Sergi Pàmies
La analfabeta; Un relato autobiográfico
Ediciones Obelisco
Traducción Julio Peradejordi
No importa
El Aleph
Traducción de Julieta Carmona