Foto: Manel Armengol, Bellis perenníssima, 2006
Un cuento chino sobre la felicidad – Paulina Fariza
Cuando Paulina me propuso que presentara su novela, me advirtió: “Ya verás que somos muy distintas escribiendo, pero creo que puede haber algunas afinidades”. Nos encontramos en uno de los pocos bares posibles del barrio extraño donde las dos habitamos para que me pasara el manuscrito y estuvimos un rato hablando de escritura y de la felicidad que se siente cuando se está escribiendo, con las antenas puestas para integrar cualquier cosa que se vea. Y ella aludió con cierta nostalgia a esa actitud, con una sonrisa muy suya y dijo: “Lo miras todo, ves y te ríes…” y me reconocí en esa sensación de mirada gozosa, aunque ella también habló del dolor de enfrentarse a la parte más oscura de cada uno y yo pensé en aquella idea de Lobo Antunes de la literatura como enfermedad, de nombre literatosis, que citaba Vila-Matas, en que el autor portugués dice: “En cuanto empiezo a sufrir, pienso: ‘¿Podré utilizar también esto para escribir?’”.
Leí las cinco primeras páginas de este Cuento chino… y acepté presentarla, porque enseguida me gustó la mirada perpleja de esa narradora inquieta, María, que con su nombre virginal representa a la vez a todas las mujeres. A medida que me adentraba en la historia comprobaba justamente lo distintas que somos en la escritura, pero su ritmo me arrastraba, de tal forma que en dos días me había merendado la novela. Y pese a la diferencia de posición, la suya mucho más festiva y mediterránea y la mía quizá más sobria, algunos elementos me resultaban muy familiares y cercanos. Y tengo que decir que me ha sorprendido e interesado la visión de una generación posterior a la mía, que no se regía por los mismos modelos rígidos, limitados, divididos y a veces incluso irreconciliables, sino que sus personajes se encuentran un mundo tumultuoso sin mapas ni guías para interpretarlo.
Primero pensé en esa narradora como una Celia lo que dice o Celia en el mundo contemporánea: seguramente aquí nadie sabrá de lo que estoy hablando: ese personaje de una serie infantil de Elena Fortún que yo leía de pequeña, una niña alocada y bulliciosa que miraba el mundo de la posguerra madrileña, el mundo de la religión y la educación autoritaria y los modelos morales entre el delirio surrealista y una crítica soterrada y tan hábilmente contenida como para pasar la censura.
Esta narradora es una Celia contemporánea, con la misma combinación de ingenuidad y mordiente, fantasiosa y tremenda como Celia, pero también drogota, incestuosa, escatológica, carne de pornografía, exploradora de todo, desacomplejada y bulliciosa, casi sin prejuicios estéticos ni éticos, y ese personaje permite a la autora integrarlo todo sin ninguna vergüenza, desde el mundo hortera y banal del tardofranquismo a todas las opciones vitales e ideológicas posibles, indicios de un país que empezaba a despertarse de la larga pesadilla dictatorial de regresión. La ideología izquierdosa, el lesbianismo, los movimientos sociales, la extrema derecha, las drogas, el feísmo, las bandas de música, la televisión, la pérdida, el sexo visto desde esa escatología tan valenciana, el humor, todo agitado en un molinillo para componer una especie de opereta, de zarzuela con su parte indudablemente fallera de tracas y bombas narrativas que ella hace estallar como planos visuales, como escenas cinematográficas.
Y es que María, esa protagonista sin ideología ni vergüenza se atreve con todo y tiene la desfachatez de enrollarse con un chico que no sólo tiene granos, sino que es de Fuerza Nueva y va por la calle en grupo dando palizas a sus víctimas. No puedo negar que ese punto de vista suyo me ha escandalizado, como su parodia del feminismo y la aparente falta de posicionamiento respecto a la memoria y las consecuencias de la guerra civil: esa narradora parecía incluso asumir que los dos bandos de la guerra pudieran juzgarse bajo el mismo rasero, olvidando la ilegitimidad del franquismo y el largo historial abusivo de la posguerra. Y sin embargo, no es cierto. No se trata de un posicionamiento real, sino simplemente, una vez más, de la libertad desvergonzada con que la autora construye su gran teatro del mundo, que expresa la confusión generacional de los que no tuvieron que luchar por los derechos de las mujeres ni por la liberación sexual, pues como ella misma ha dicho, todo eso les fue dado o se les presupuso, pero sin orden ni concierto, sin unas madres liberadas capaces de orientar, sin apenas maestros, y en un país donde aún mandaban los de antes. Para expresar esa confusión, la autora necesitaba precisamente el recurso de una actriz-narradora de mirada ingenua, que vaya descubriendo la realidad en su pura fragmentación y con toda su oscuridad, preguntándose y preguntando con la impertinencia libre e imprevisible de algunos niños.
María pasea por el mundo como si fuese el sueño de Ocho y medio de Fellini, un gran jardín donde va encontrando a todos los personajes, sólo que a ella, algunos de esos personajes y mundos le llegan por carta, como la amiga emparejada con un escritor austríaco al que idolatra. Y ahí me detendría un momento porque ese escritor prestigioso (al que Paulina reserva, como castigo simbólico, un destino casi almodovariano) pronuncia una importante maldición: “lo peor del mundo son esas escritoras que intentan reflejar el universo femenino en sus novelas”. Esa descalificación provoca a la autora, como el falso Quijote de Avellaneda provocó a Cervantes a escribir su segunda parte del Quijote, le sirve de motor para hacer precisamente eso, lo prohibido, integrando al imprudente que en la realidad dijera esa frase convertido en personaje de su sainete, y en esa clave construye su punto de vista ético pese a todo: reflejar el universo femenino, incluso con su parte escatológica, como el pesebre tiene su caganer.
Pero que nadie piense que se trata de una novela dirigida sólo o principalmente al público femenino. Creo que su humor paródico interesará a muchos lectores hombres, y al mismo tiempo, hay otra voluntad en el libro que es la gran novela de costumbres y los fragmentos de mosaico ensamblados para componer un todo interesante y hábilmente estructurado, pues cada personaje representa una de esas opciones vitales e ideológicas posibles de este país en el tardofranquismo, y con todos juntos Paulina Fariza arma su retablo, su friso social, su opereta del país, su comedia goldoniana con ese humor descreído y esa autoironía que nunca la abandonan, ni siquiera cuando la narradora se mira al espejo desnuda y embarazada o bien cuando comprueba sin lamentarse lo distinto que es su cuerpo del que tuvo una vez. Y en ese punto de vista y ese humor sin compromiso el libro es berlanguiano y ferreriano, aunque su época y su generación sean muy otras, y a veces incluso boadelliano. Y con todo, la cita que abre la novela es una clave para entender su verdadero posicionamiento. Paulina aspira a hacer su Middlemarch, es decir, situar, a través de su heroína, la posición de las mujeres en su país y su tiempo.
A mi modo de ver, Paulina Fariza recoge el legado de la novela picaresca española y de la ironía cervantina, incluso con ecos del Tirant lo blanc, para componer su retablo de las maravillas femenino, su celebración fallera y a veces mexicana de la vida y la muerte y su cuadro de un tiempo y un lugar, sin escatimar golpes ni heridas ni los fluidos y las manchas que éstas dejan. Y es que en estas páginas, la vida es una especie de parto múltiple, con su aspecto indudablemente escatológico, sus paredes carnosas, su sangre y placenta, con el dolor y la fuerza y toda la emoción que suscita.
Y yo, que casi sólo escribo cuentos, que son fragmentos sin ensamblar por mucho que estén sometidos a una estructura férrea y obligados a una economía implacable, he envidiado la capacidad de Paulina de construir ese armazón de la totalidad social casi sólo con el paseo o la trayectoria de la protagonista, y al mismo tiempo he gozado de esa gran libertad suya, que parece atreverse con todo, perdida toda timidez y todo pudor, con un efecto tremendamente musical en el que casi me parecía oír la voz cantante (literalmente) de Paulina, intensificando la sensación de ritmo y celebración vital, donde el mundo es una galería inmensa de personajes que asumen la multiplicidad de opciones y la vida, brutal y absurda y difícil, no es más que un baile general, una especie de cacería con fanfarrias donde unos resisten y otros van cayendo.
Y en su humor paródico, en esa inevitable mirada capaz de burlarse de sí misma y del mundo, sin negar la parte amarga ni los posos del café, o en la capacidad de encontrar la ironía de las cosas he captado la segunda afinidad nuestra. No es casual que Paulina me dijera que había apreciado el humor de mis cuentos y que su favorito era precisamente el más paródico, una historia amorosa que a algún lector le pareció de un pesimismo atroz, porque no sólo cada lector lee un libro distinto, como escribió Proust, porque pone la lupa en un lugar distinto, a la manera del óptico de Combray, sino que, como dijo Paulina, cada lector lee sólo lo que él o ella es.
Un cuento chino sobre la felicidad es una novela de la infancia y la adolescencia, una ópera bufa de iniciación amorosa e ideológica, un retablo social e histórico de un país, un libro sobre las mujeres y sobre la escritura, con su dosis contemporánea y posmoderna de libro dentro del libro y con todos los guiños metatextuales que Paulina Fariza se ofrece a sí misma y a los escritores que quieran entenderlos, y a la vez es una gran parodia musical de todo.
Cuando Paulina me propuso que presentara su novela, me advirtió: “Ya verás que somos muy distintas escribiendo, pero creo que puede haber algunas afinidades”. Nos encontramos en uno de los pocos bares posibles del barrio extraño donde las dos habitamos para que me pasara el manuscrito y estuvimos un rato hablando de escritura y de la felicidad que se siente cuando se está escribiendo, con las antenas puestas para integrar cualquier cosa que se vea. Y ella aludió con cierta nostalgia a esa actitud, con una sonrisa muy suya y dijo: “Lo miras todo, ves y te ríes…” y me reconocí en esa sensación de mirada gozosa, aunque ella también habló del dolor de enfrentarse a la parte más oscura de cada uno y yo pensé en aquella idea de Lobo Antunes de la literatura como enfermedad, de nombre literatosis, que citaba Vila-Matas, en que el autor portugués dice: “En cuanto empiezo a sufrir, pienso: ‘¿Podré utilizar también esto para escribir?’”.
Leí las cinco primeras páginas de este Cuento chino… y acepté presentarla, porque enseguida me gustó la mirada perpleja de esa narradora inquieta, María, que con su nombre virginal representa a la vez a todas las mujeres. A medida que me adentraba en la historia comprobaba justamente lo distintas que somos en la escritura, pero su ritmo me arrastraba, de tal forma que en dos días me había merendado la novela. Y pese a la diferencia de posición, la suya mucho más festiva y mediterránea y la mía quizá más sobria, algunos elementos me resultaban muy familiares y cercanos. Y tengo que decir que me ha sorprendido e interesado la visión de una generación posterior a la mía, que no se regía por los mismos modelos rígidos, limitados, divididos y a veces incluso irreconciliables, sino que sus personajes se encuentran un mundo tumultuoso sin mapas ni guías para interpretarlo.
Primero pensé en esa narradora como una Celia lo que dice o Celia en el mundo contemporánea: seguramente aquí nadie sabrá de lo que estoy hablando: ese personaje de una serie infantil de Elena Fortún que yo leía de pequeña, una niña alocada y bulliciosa que miraba el mundo de la posguerra madrileña, el mundo de la religión y la educación autoritaria y los modelos morales entre el delirio surrealista y una crítica soterrada y tan hábilmente contenida como para pasar la censura.
Esta narradora es una Celia contemporánea, con la misma combinación de ingenuidad y mordiente, fantasiosa y tremenda como Celia, pero también drogota, incestuosa, escatológica, carne de pornografía, exploradora de todo, desacomplejada y bulliciosa, casi sin prejuicios estéticos ni éticos, y ese personaje permite a la autora integrarlo todo sin ninguna vergüenza, desde el mundo hortera y banal del tardofranquismo a todas las opciones vitales e ideológicas posibles, indicios de un país que empezaba a despertarse de la larga pesadilla dictatorial de regresión. La ideología izquierdosa, el lesbianismo, los movimientos sociales, la extrema derecha, las drogas, el feísmo, las bandas de música, la televisión, la pérdida, el sexo visto desde esa escatología tan valenciana, el humor, todo agitado en un molinillo para componer una especie de opereta, de zarzuela con su parte indudablemente fallera de tracas y bombas narrativas que ella hace estallar como planos visuales, como escenas cinematográficas.
Y es que María, esa protagonista sin ideología ni vergüenza se atreve con todo y tiene la desfachatez de enrollarse con un chico que no sólo tiene granos, sino que es de Fuerza Nueva y va por la calle en grupo dando palizas a sus víctimas. No puedo negar que ese punto de vista suyo me ha escandalizado, como su parodia del feminismo y la aparente falta de posicionamiento respecto a la memoria y las consecuencias de la guerra civil: esa narradora parecía incluso asumir que los dos bandos de la guerra pudieran juzgarse bajo el mismo rasero, olvidando la ilegitimidad del franquismo y el largo historial abusivo de la posguerra. Y sin embargo, no es cierto. No se trata de un posicionamiento real, sino simplemente, una vez más, de la libertad desvergonzada con que la autora construye su gran teatro del mundo, que expresa la confusión generacional de los que no tuvieron que luchar por los derechos de las mujeres ni por la liberación sexual, pues como ella misma ha dicho, todo eso les fue dado o se les presupuso, pero sin orden ni concierto, sin unas madres liberadas capaces de orientar, sin apenas maestros, y en un país donde aún mandaban los de antes. Para expresar esa confusión, la autora necesitaba precisamente el recurso de una actriz-narradora de mirada ingenua, que vaya descubriendo la realidad en su pura fragmentación y con toda su oscuridad, preguntándose y preguntando con la impertinencia libre e imprevisible de algunos niños.
María pasea por el mundo como si fuese el sueño de Ocho y medio de Fellini, un gran jardín donde va encontrando a todos los personajes, sólo que a ella, algunos de esos personajes y mundos le llegan por carta, como la amiga emparejada con un escritor austríaco al que idolatra. Y ahí me detendría un momento porque ese escritor prestigioso (al que Paulina reserva, como castigo simbólico, un destino casi almodovariano) pronuncia una importante maldición: “lo peor del mundo son esas escritoras que intentan reflejar el universo femenino en sus novelas”. Esa descalificación provoca a la autora, como el falso Quijote de Avellaneda provocó a Cervantes a escribir su segunda parte del Quijote, le sirve de motor para hacer precisamente eso, lo prohibido, integrando al imprudente que en la realidad dijera esa frase convertido en personaje de su sainete, y en esa clave construye su punto de vista ético pese a todo: reflejar el universo femenino, incluso con su parte escatológica, como el pesebre tiene su caganer.
Pero que nadie piense que se trata de una novela dirigida sólo o principalmente al público femenino. Creo que su humor paródico interesará a muchos lectores hombres, y al mismo tiempo, hay otra voluntad en el libro que es la gran novela de costumbres y los fragmentos de mosaico ensamblados para componer un todo interesante y hábilmente estructurado, pues cada personaje representa una de esas opciones vitales e ideológicas posibles de este país en el tardofranquismo, y con todos juntos Paulina Fariza arma su retablo, su friso social, su opereta del país, su comedia goldoniana con ese humor descreído y esa autoironía que nunca la abandonan, ni siquiera cuando la narradora se mira al espejo desnuda y embarazada o bien cuando comprueba sin lamentarse lo distinto que es su cuerpo del que tuvo una vez. Y en ese punto de vista y ese humor sin compromiso el libro es berlanguiano y ferreriano, aunque su época y su generación sean muy otras, y a veces incluso boadelliano. Y con todo, la cita que abre la novela es una clave para entender su verdadero posicionamiento. Paulina aspira a hacer su Middlemarch, es decir, situar, a través de su heroína, la posición de las mujeres en su país y su tiempo.
A mi modo de ver, Paulina Fariza recoge el legado de la novela picaresca española y de la ironía cervantina, incluso con ecos del Tirant lo blanc, para componer su retablo de las maravillas femenino, su celebración fallera y a veces mexicana de la vida y la muerte y su cuadro de un tiempo y un lugar, sin escatimar golpes ni heridas ni los fluidos y las manchas que éstas dejan. Y es que en estas páginas, la vida es una especie de parto múltiple, con su aspecto indudablemente escatológico, sus paredes carnosas, su sangre y placenta, con el dolor y la fuerza y toda la emoción que suscita.
Y yo, que casi sólo escribo cuentos, que son fragmentos sin ensamblar por mucho que estén sometidos a una estructura férrea y obligados a una economía implacable, he envidiado la capacidad de Paulina de construir ese armazón de la totalidad social casi sólo con el paseo o la trayectoria de la protagonista, y al mismo tiempo he gozado de esa gran libertad suya, que parece atreverse con todo, perdida toda timidez y todo pudor, con un efecto tremendamente musical en el que casi me parecía oír la voz cantante (literalmente) de Paulina, intensificando la sensación de ritmo y celebración vital, donde el mundo es una galería inmensa de personajes que asumen la multiplicidad de opciones y la vida, brutal y absurda y difícil, no es más que un baile general, una especie de cacería con fanfarrias donde unos resisten y otros van cayendo.
Y en su humor paródico, en esa inevitable mirada capaz de burlarse de sí misma y del mundo, sin negar la parte amarga ni los posos del café, o en la capacidad de encontrar la ironía de las cosas he captado la segunda afinidad nuestra. No es casual que Paulina me dijera que había apreciado el humor de mis cuentos y que su favorito era precisamente el más paródico, una historia amorosa que a algún lector le pareció de un pesimismo atroz, porque no sólo cada lector lee un libro distinto, como escribió Proust, porque pone la lupa en un lugar distinto, a la manera del óptico de Combray, sino que, como dijo Paulina, cada lector lee sólo lo que él o ella es.
Un cuento chino sobre la felicidad es una novela de la infancia y la adolescencia, una ópera bufa de iniciación amorosa e ideológica, un retablo social e histórico de un país, un libro sobre las mujeres y sobre la escritura, con su dosis contemporánea y posmoderna de libro dentro del libro y con todos los guiños metatextuales que Paulina Fariza se ofrece a sí misma y a los escritores que quieran entenderlos, y a la vez es una gran parodia musical de todo.