Foto: Portada de un libro anterior de Drakulić
Slavenka Drakulić, No matarían ni una mosca. Global Rhytm Press
Conocí a Slavenka Drakulić en octubre de 2006, en Berlín, donde ella pasaba un año disfrutando de una beca de la ciudad para escribir un libro. Me citó en el café de la Literaturhaus y allí la entrevisté para el libro balcánico que yo estaba escribiendo. Lo que más me sorprendió, comparativamente con otros autores de la antigua Yugoslavia, fue su ánimo y su vitalidad. Yo sabía, como algunos de ustedes sabrán, que junto con Dubravka Ugresić y otras tres escritoras e intelectuales feministas croatas, Slavenka fue perseguida y estigmatizada en el grupo al que llamaron “las brujas de Río”, por una cumbre feminista celebrada en esa ciudad, donde sólo alguna de ellas participó y donde se denunciaban las violaciones de mujeres bosnias; la prensa del establishment nacionalista las acusó, mintió sobre ellas y facilitó sus datos personales, sus direcciones y teléfonos para que todo el mundo pudiera perseguirlas. Su casa fue vandalizada. El miedo hizo que sus colegas no las apoyaran y tuvieran que abandonar el país.
Pensé entonces, al conocerla, que su particular situación, ni dentro ni fuera del país, es decir, sin exiliarse pero sin soportar la asfixia dentro, siempre viajera, corresponsal (ella dice que no se considera disidente puesto que en su país hay democracia), entre Viena, Berlín, Istria y Zagreb, la ayudaba. Pero cuando le transmití a Slavenka mi impresión, me dijo: “No me interesa tanto pensar en mí misma como intentar entender lo que ocurre a mi alrededor.” Y en efecto, sus libros así lo demuestran. En ese sentido ella sigue aquella máxima de Spinoza que yo siempre cito: “No sufrir, ni lamentarse, inteligir.”
Periodista, socióloga y licenciada en Literatura Comparada, Slavenka Drakulić ha colaborado con medios europeos tan prestigiosos como The Nation, La Stampa, Frankfurter Allgemeine Zeitung y otros. Ha publicado diversos libros de ficción y ensayos, traducidos a 15 lenguas. En España tiene tres novelas publicadas, una de ellas, la sobrecogedora Como si yo no existiera se basa en la documentación y testimonios recogidos de las violaciones de mujeres bosnias en los campos (y ha sido elegida en Nueva York entre los “1001 libros que hay que leer antes de morir”. Su última novela, sobre Frida Kahlo, Frida o del dolor, se publicará este año en Viking Penguin como Frida’s Bed. También me interesó la compilación de artículos titulada Balkans Express, Fragments from the Other Side of the War que construyen una crónica excelente, serena y reflexiva de los tiempos de guerra. Todos esos libros son analíticos y brillantes, pero sin duda el que presentamos hoy, No matarían ni una mosca es el más potente, por decirlo así. Se trata de una selección de las crónicas que la autora escribió, para la prensa internacional, de su seguimiento de los juicios a criminales de guerra balcánicos en el Tribunal Penal Internacional de La Haya para crímenes de la antigua Yugoslavia.
Es un libro arendtiano, ya que se basa en la idea de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal. La selección es inteligente, puesto que los retratos de los personajes elegidos y sus procesos nos sirven para entender los aspectos más importantes de la llamada Guerra de los Balcanes. En ese sentido, tal vez sea el libro que mejor permite entender esa guerra, pero no sólo eso, nos permite comprender cómo, mediante una poderosa campaña de prensa, se puede inducir a la mayoría de la población a entablar una guerra fraticida contra los que hasta entonces eran sus familiares, amigos, compañeros de trabajo o vecinos. Permite reflexionar sobre el proceso de estigmatización del “Otro”. Permite también preguntarnos, con sinceridad y sin hipocresía, qué haríamos nosotros en una situación similar. Permite comprender que la guerra no la hacen sólo los criminales, los supuestos “monstruos”, sino que requiere la complicidad colectiva. Y que esa complicidad, como mostraba Victor Klemperer, se inicia a menudo en pequeños gestos: como no saludar a un vecino estigmatizado como “el otro”, que justificarán otros gestos posteriores: denunciarle para apoderarse de su puesto de trabajo, aprovechar su detención para robarle un televisor.
Y al mismo tiempo, nos obliga a preguntarnos qué se esconde tras la paz, si no será que la paz es sólo la cobertura de una guerra sorda, si acaso la opresión económica y social en la que vivimos no es a su vez una forma de guerra invisible que lleva a la desesperación y que convierte a algunos en potenciales cómplices en tiempos de guerra.
El libro muestra cómo un ciudadano ejemplar, croata, de esos que ayudan a sus vecinos y que tenía amigos serbios y musulmanes, se convierte durante 17 días en un monstruo que encuentra placer en torturar, matar y violar. ¿Es que la guerra nos convierte en monstruos? ¿O sólo revela al monstruo que nos habita?
O el juicio de Foča, a un grupo de hombres serbobosnios que encerraron y violaron a unas mujeres bosnias durante meses y que “sólo querían divertirse”. Esos acusados no comprenden por qué les condenan, si eso es lo que ellos les hacen a sus mujeres normalmente, si podían haberlas matado y no lo hicieron. Y para rematar su confusión, les juzga una mujer, negra. Es un juicio histórico porque por primera vez se declaró la violación, crimen contra la humanidad.
O la historia del pueblo croata de Gospić, donde mataron a 150 personas (entre serbios y croatas disidentes), saquearon y quemaron sus casas y donde todos callan, porque apartaron la vista o robaron un vídeo de las víctimas. Un único testigo que va a la Haya sufre la hostilidad de todo el pueblo y le acaban matando con una bomba. Todos son cómplices.
O el joven serbio en Bosnia, enrolado en el ejército casi por accidente, que se encuentra en el lugar equivocado –la masacre de Srebrenica—, no reacciona a tiempo, y cuando intenta negarse a disparar, le ofrecen que entregue su arma y se ponga con el pelotón, y por cobardía, acaba matando a 80 hombres desarmados, indefensos, que llegan en autobuses, con los ojos vendados…
O el afinado retrato psicológico de la patológica pareja que gobernó Serbia, desdeñando a las instituciones, Slobodan Milošević y su esposa Mira Marković.
Y ese happy together del final, esa escena en que los criminales de guerra croatas, musulmanes y serbios viven juntos en armonía en la cárcel de Scheveningen. ¿Era el nacionalismo sólo un pretexto? ¿Acaso no había ninguna causa para todo aquel horror?
Vemos también cómo avanzan esos juicios, con interrogatorios prolijos, minuciosos, a veces monótonos, hasta que de pronto se dibujan estremecedoramente los hechos que los inspiraron.
Sin duda hay dolor y atrocidades en estas páginas, como cuando vemos a esa testigo, madre de una niña secuestrada a los 12 años, violada y esclavizada, vendida a un soldado y desaparecida para siempre, y la testigo no logra articular palabra en La Haya y sólo le sale un leve gemido casi animal, de animal dolorido. Y no es el único momento. De hecho, mientras lo leía, yo misma me pregunté, como tantas veces escuchando las crónicas de los escritores a los que entrevisté allí, por qué demonios me había puesto yo a investigar en ese tema.
Sin embargo, el estilo de Slavenka Drakulić no nos permite regodearnos en ese dolor, sino que va más allá, con su tono aparentemente ligero, periodístico, pero a la vez audaz y agudo en sus análisis, tanto en lo psicológico como en lo político y social, nos ayuda a seguir la máxima de Spinoza y nos contagia de su pasión investigadora, de su pasión por comprender.
Ella se acerca a sus personajes sin prejuicios, aunque sin vacilar en su ética, los analiza, y el modo fluido en que usa el yo o compara esos supuestos monstruos con sus conocidos o familiares demuestra sus tablas de escritora.
Esa habilidad suya es especialmente patente en el capítulo sobre el criminal de guerra Mladić (como saben, aún en libertad), la extraña y sobrecogedora escena familiar, justo antes de que la hija del general Mladić se suicide pegándose un tiro con la pistola de su padre, probablemente al enterarse de sus fechorías, cómo Slavenka Drakulić sitúa al personaje comparándolo con su propio padre militar, otra vez sin mitificar ni demonizar, simplemente investigando, como Hannah Arendt hizo con Eichmann. Y por otra parte, el retrato de su padre le sirve a Slavenka Drakulić para mostrar, no sin crítica, esa otra antigua Yugoslavia que ahora quieren enterrar, de una generación orgullosa de aquel comunismo más soft, de ese legado de la izquierda que lleva a muchos a no renunciar a las conquistas sociales y aspirar a una democracia estilo nórdico.
También nos muestra cómo la propaganda que se hizo para instigar la guerra utilizó las heridas silenciadas de la II Guerra Mundial, que en la antigua Yugoslavia había sido encarnizada como una guerra civil, y que la historia idealizada, mítica y poco crítica que se enseñó en las escuelas en época de Tito no ayudó a resolver.
Es un libro valiente, para lectores valientes. No por la dureza, sino por el valor de enfrentarse a la realidad y analizarla, el valor de pensar libremente, con todas sus consecuencias.
Quiero decir que su lectura fue especial para mí, para comprender, y me alegra mucho haber contribuido en cierto modo a que se publicase en España, pero al mismo tiempo, creo que hay en el libro una lección importante para nuestro país, que ha vivido en el olvido durante medio siglo y que sólo ahora empieza, tímidamente y con las protestas de todos aquellos que preferirían olvidar, no sólo en las filas de la derecha tradicional, sino también en lo que se considera la izquierda. Yo entrevisté a Slavenka Drakulić en Berlín, una ciudad donde la historia está presente por todas partes, no sólo en los museos, no sólo en lo turístico, sino en las heridas que se muestran de forma más sutil. Cuando le conté a ella cómo en Barcelona se enterraba la historia, cómo se construyó el edificio del Fòrum en el lugar donde se fusiló a tantos defensores de la República, cómo la ciudad se ha convertido en “la millor botiga del món” ocultando las marcas de su pasado revolucionario, trágico, anarquista, etc., Slavenka me propuso: “Cuando presente mi libro, me gustaría hacerlo en uno de esos lugares simbólicos ahora invisibles.” Y no ha podido ser, pero la idea está ahí. Para recordar que no existe cultura ni identidad sin una historia rigurosa, y que sólo mediante la revisión seria de los hechos, la historia individual y colectiva, y el deseo de saber y comprender pueden superarse las guerras y evitar que todo se repita.