Foto: I.N., Hyde Park, Londres, 2012
Inka Martí
Cuaderno
de noche
Atalanta
Páginas 160
Precio 10 Euros
El
reino de Morfeo
A algunos escritores nos interesa y
fascina tanto el lenguaje onírico que agradecemos el recuerdo de los sueños,
aunque sean pesadillas. No sólo porque
los sueños son noticias del inconsciente –que gobierna la ficción de los que
escribimos a ciegas, sin saber—, ese amo implacable del que habla Natalia
Ginzburg en “El oficio de escribir”, que “nos ayuda a mantenernos en pie, a
tener los pies firmes sobre la tierra, a vencer la locura y el delirio, la
desesperación y la fiebre. Pero quiere ser él quien manda y se niega a escucharnos
cuando le necesitamos”. Los sueños nos permitirían el contacto que perdemos en
los periodos de sequía y bloqueo, cuando ese niño-amo interior se rebela,
porque no acepta nuestras pretensiones y quiere jugar libre. Los sueños serían
una ventana abierta. No para interpretarlos, sino aunque sólo fuera para
dejarlos flotar, para tenerlos cerca o aprender de ellos. Es difícil restituir
el poder simbólico y metafórico de los sueños o la libertad, la desinhibición y
la amoralidad que los caracterizan. O esa forma de interpelación de mostrarnos
a nosotros mismos haciendo lo que no haríamos de día.
Muchas veces, los sueños se parecen tanto
a la escritura de quienes los soñaron que permiten concluir que sí sirvieron
como modelo. Es el caso de los turbulentos Sueños
de Kafka, cuyos motivos son recurrentes en sus libros y le sirven para crear la
atmósfera inquietante y angustiosa de su obra, esa prefiguraci ón
no sólo del nazismo y la Shoah, sino también de la pesadilla de nuestro mundo
extraviado, en el cual ya nadie puede volver a casa.
En el caso de Walter Benjamin, los Sueños son tan literarios y personales como
el resto de su escritura y están tan llenos de sus preocupaciones teóricas e
históricas que le sirvieron incluso para pergeñar ciertas teorías –cercanas a
lo psicoanalítico— acerca de los sueños. Los dos son libros maravillosos
publicados en nuestro país, aunque a mi juicio, el libro de Sueños de Theodor W. Adorno no tiene
nada que envidiarles. Los sueños de Adorno están llenos de la angustia de la
persecución y el genocidio judío, también de los encuentros perturbadores, el
sexo, los burdeles, la enfermedad y la muerte, pero muestran la brillantez
teórica del que sueña, cuando el protagonista es por ejemplo un concepto filosófico
abstracto. Y tienen la particularidad de estar transcritos libremente, listos
para el diván, inquietantes y turbadores.
La fascinación por ese lenguaje no
significa que no lo suframos. El propio Kafka se lamenta de que sus pesadillas,
de una riqueza surreal negra y completamente inmersa en su poética, son peores,
más agotadoras que el insomnio. Alude a esas “noches perdidas”, dice que duerme
al lado de esos sueños, batallando, o
que siente como si hubiera dormido en una nuez. Sin embargo, a juzgar por sus
escritos, sus sueños le resultaron muy útiles y esas noches no se perdieron
para él ni para el mundo.
En su exquisito Cuaderno de noche, Inka Martí publica una pequeña selección de
sueños que ha anotado rigurosamente durante largo tiempo. Sesenta y cinco frente
a mil es una proporción tan reducida que en cierto modo define una voluntad de
expresión, una poética.
Recorrer y leer estos sueños resulta muy
sugestivo. Pocas veces sentir á aquí el lector que está invadiendo de modo violento o
excesivamente transgresor la intimidad ajena, aunque naturalmente tenga que
haber algo de eso; algunas escenas que muestran su escatología libre o la
amoralidad del territorio onírico. Los sueños del Cuaderno de noche son luminosos, llenos de ese mismo fulgor vital y
de la mirada azul de esta periodista y editora de origen germánico que entró en
la creación literaria con cuentos de niños. Y lo son aunque esté presente en
ellos el acecho de lo oscuro, la violencia y el peligro que “siempre está ahí”,
pero también la fuerte ambivalencia de los sueños y esa voz esperanzadora pero
también vertiginosa que recuerda la multiplicidad de puertas posibles por
abrir…
Un perro de cuyas fauces surge una
serpiente, un bebé carbonizado que adquiere expresión para decirle a la soñante
que huya, torres con escaleras de caracol, los delfines que conoce de otros
sueños, las águilas y el toro sacrificado, o esa criatura animal y mítica que
violenta a la soñante abriéndole con sus uñas dos regueros de sangre en los
brazos y vertiendo en ella su saliva, la casa de la muerte y el olvido, la
esfera que respira, el hombre cocodrilo, la India, los gitanos y el chamán que
oficia una extraña boda, las entrañas de un árbol, el asno blanco que parece
hecho de luz, el jardín sagrado, los símbolos ancestrales, las túnicas y el
laberinto, los búhos, las rosas antiguas, una bandada de pájaros que se levanta
con un gesto brusco de la soñante, como en la poesía de Li Bai o Qing Zhao, un
templo sintoísta o esos besos de su pareja donde la saliva se convierte en un
néctar de plata con la sensación de infinito amor, como besos de otro mundo.
Bien prologado y convenientemente contextualizado
por Jacobo Siruela, el libro encaja, coherente y complementario, con la línea
nocturna de Atalanta que abrió el propio Jacobo Siruela con su magnífico ensayo
onírico. La poética hermética y el resplandor de Cuaderno de noche recuerdan a los sugerentes Cuentos de lo extraño, de Robert Aickman, también publicados por Atalanta, por la
riqueza del paisaje simbólico y la atemporalidad de los escenarios. Porque
estos sueños parecen soñados en un no-tiempo, no albergan las mezquindades del
entorno urbano: no hay pilas de platos sucios, ni zapatillas rotas, ni bares
grasientos, ni automóviles o estruendo del tráfico, no están los personajes
siniestros que habitan también el mundo (excepto la imagen premonitoria en la
que un avión vuela peligrosamente cerca de los rascacielos de una gran ciudad,
antes del 11S). Es como si lo peor de la cotidianeidad y la fealdad del cemento
de nuestro pobre país no lograra entrar en este reino onírico verde, azul y
salvaje, el hálito vital de Inka Martí, el reino nocturno de Atalanta.
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