Foto: I.N., Bouquiniste en Pristina, Kosovo, 2007
Isabel Núñez
Kosovo y España: Del silencio, la negación de la historia y los mitos
Isabel Núñez
La historia de las relaciones entre Serbia y Kosovo ha sido históricamente compleja y violenta. Tal vez uno de los últimos errores de Europa Occidental y la OTAN respecto a Serbia fuera no obligar a Milošević a reconocer públicamente la derrota en 1999. Eso ha permitido que gran parte de la población serbia siga ignorando aún que fueron derrotados, del mismo modo que muchos de ellos creen aún que las atrocidades y abusos cometidos en Kosovo sólo existen en la propaganda antiserbia y que nunca se produjeron.
Kosovo es, además, un lugar simbólico negativo para los serbios, considerado la cuna de su identidad por la histórica derrota contra los turcos de 1389, la tierra donde crece la peonía roja, regada según el mito con la sangre de sus soldados serbios, como cuenta Ismaíl Kadaré en Tres cantos fúnebres por Kosovo.
Pero la mayoría de la población -muy joven: el 50% es menor de 35 años- es albanesa y aspira a la independencia. El legado histórico y cultural no puede ser más diverso. Imperio bizantino, austrohúngaro, otomano, ocupación italiana, serbia… Judíos sefarditas de la diáspora española, católicos y ortodoxos convertidos oficialmente al Islam, Y el pasado reciente: el comunismo yugoslavo, sui géneris, de fronteras abiertas y sin censura, con propiedad privada, fronterizo con el implacable régimen albanés de Enver Hoxa. Y una importante comunidad gitana, los roma.
El escritor serbio Igor Marojević declaró recientemente que la incapacidad de los serbios para admitir la derrota les había llevado a ultiplicar la pérdida de Kosovo por tres, de momento, y tal vez indefinidamente si persisten en su actitud negacionista. Según él, en 1999, cuando Milošević tuvo que aceptar la retirada del ejército yugoslavo del territorio de Kosovo y la entrada de las fuerzas internacionales y el KFOR, al no declarar la derrota, muchos serbios siguieron obcecándose en que tenían derecho a seguir ocupando el territorio, cohabitando mal que bien con los albaneses. En 2008, la declaración de independencia de Kosovo fue la segunda ocasión: los serbios llevaron la cuestión al Tribunal Internacional, intentando demostrar que Kosovo estaba en territorio serbio y que la independencia era ilegal. Y ahora por tercera vez, una vez el Tribunal Internacional reconoce definitivamente la independencia de Kosovo, muchos serbios siguen negándolo. La conclusión de este sofisma irónico de Marojević es que “a los serbios les gusta ser derrotados” y sugiere que “el reconocimiento de esa derrota supondría mejorar la salud mental del país”.
Entrevisté a Igor Marojević para mi libro Si un árbol cae. Conversaciones en torno a la guerra de los Balcanes. Opté por leer y escuchar a los escritores porque, según descubrí allí, habían tenido un papel decisivo en aquella guerra, “una de las pocas guerras organizada y llevada a cabo por escritores”, como dijo Marko Vešović -Radovan Karadžić, Mira Marković, Miroslav Toholj, Dobrica Ćosić, Ivan Aralica, Franjo Tudjman fueron algunos de los actores de la guerra que publicaban libros-.
Una de las cosas que aprendí o que más escuché de los escritores que entrevisté en las distintas antiguas repúblicas yugoslavas es que el silenciamiento y la negación de las heridas de la Segunda Guerra Mundial, tan encarnizada en la antigua Yugoslavia como una guerra civil, permitieron que se produjera este último conflicto con sus atrocidades de matanzas, violaciones, limpieza étnica, etc. De hecho, como dijo Dubravka Ugrešić, los ganadores de entonces han sido en cierta manera los perdedores de ahora. Ese silenciamiento y negación significa otorgar un papel importante a los mitos, que sin una historia rigurosa crecen como la roja peonía de Kosovo. De hecho, en las escuelas serbias se enseñaban poemas épicos que contribuían a esas beligerantes y victimistas leyendas de la Gran Serbia, por ejemplo, del mismo modo que hoy se repite la negación. Lo contaba Slavenka Drakulić sobre Croacia: “Hubo temas de la Segunda Guerra Mundial que nunca se abordaron. No tuvimos una historia rigurosa. Tito mitificó la revolución, los partisanos. El número de víctimas, los errores y abusos cometidos por los comunistas no se abordaron. Ellos hicieron su historia al llegar al poder. Los partisanos mataron también un gran número de soldados enemigos en Croacia, Eslovenia y Austria… La gente no lo estudiaba en las escuelas. Los números de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial se inflaron, por ejemplo 700.000 muertos en campos de concentración era un número que no se podía ni siquiera procesar, contaban un cero de más… Es muy fácil crear mitos y eso es exactamente lo que se hizo, mitos sobre las víctimas, un gran mito serbio; es muy fácil construir ideología, nacionalista en este caso. En mi opinión, la historia es muy importante, ahora estamos viviendo lo mismo. Silencio, negación, los niños no aprenden historia en la escuela, sino historia nacionalista. La Segunda Guerra Mundial, Tito y el comunismo son dos frases en los libros de texto, Croacia se representa como víctima, no se dice que Croacia participó activamente en la guerra en Bosnia, que hubo campos de concentración con presos musulmanes dirigidos por croatas, no se menciona. No hay historia, se repite la negación y el silencio…” Una conveniente propaganda basada en la manipulación de los mitos, junto con las viejas heridas familiares -reales y no resueltas-, permitió que ocurriera lo que ocurrió en la antigua Yugoslavia en los noventa.
Según muestran distintos trabajos psicoanalíticos sobre el trauma y la transmisión, el silencio hace que el trauma se transmita a través de las generaciones, mediante depresión, violencia o enfermedad, y a veces es la tercera generación la que lo expresa. Los que logran ponerlo en palabras y transformar su experiencia en un testimonio útil a otros pueden superar el trauma. Un país que no abre sus heridas, ni las airea, examina, ni hace justicia para curarlas, ni encuentra y entierra a sus muertos, las cierra en falso y no recobra la salud.
Viajé a Pristina, Kosovo, en la primavera de 2007 para entrevistar a varios escritores e intelectuales (Migjen Kelmendi, Shkelzen Maliqi, Eqrem Basha, Flaka Surroi y Nerimane Kamberi) para mi libro. Kelmendi y Maliki me hablaron del apartheid que impuso Milosevic en el año 1989 a la comunidad albanesa y que duró diez años. No podían entrar en bares ni hoteles y tuvieron que montar escuelas en las casas y los garajes, sin sillas ni pizarras. Luego vino la deportación masiva. “Nunca en mi vida imaginé que podría ocurrir algo así…”, me dijo Kelmendi. “Que podrían echarme de casa, deportar a una ciudad entera… ¿Por qué? No podían matarnos a todos. En la guerra de Bosnia, los serbios de Milosevic habían visto que era difícil matar a tanta gente, deshacerse de tantos cuerpos, del mal olor y las infecciones, y por eso decidieron echarnos de Kosovo”. Me contó cómo les sacaron de sus casas y les condujeron a una estación, donde tuvieron que esperar bajo la lluvia, “la ciudad entera en una pradera”, con gente mayor y enferma lamentándose, partos que se adelantaban... Oían rumor de aviones y gritaban “OTAN, OTAN”, pero seguían ráfagas de ametralladoras serbias. Y al fin, tras esperar toda una noche en que nacieron tres niños, llegó un tren, al que subieron atropellándose, empapados, hasta Macedonia, a un campo de refugiados albaneses, en pleno lodo, sin apenas alimento. Me contaron de las casas quemadas y de aquellos trenes: doscientos en cada vagón, me contó Flaka Surroi, jefa del grupo editorial Koha, evocando los trenes nazis. Empapados de lluvia y apretados hasta Macedonia, a un campo con 50.000 albaneses más, en el lodo y en terribles condiciones sanitarias, con tractores tirándoles pan como todo alimento. La mayoría de ellos volvió. “De los 5.000 desaparecidos, volvieron los huesos de 2.000”, dijo Flaka Surroi. Ella encontró su casa intacta, pero el suelo de las calles de Pristina estaba lleno de medicinas incautadas y documentos de identidad rotos por las fuerzas paramilitares serbias. “Era el caos, nadie podía demostrar quién era, ni si la casa era suya.”
Sólo la intervención internacional puso fin al régimen de terror en Kosovo.
Ahora bien, conviene mencionar aquí el hostigamiento y los abusos sufridos también por la minoría serbia en Kosovo durante años. Además, en marzo de 2004, grupos de albaneses de Kosovo quemaron iglesias serbias y atacaron a los miembros de esas comunidades, en una inversión del hostigamiento que habían sufrido. La revista albanesa Java denunció los hechos calificándolos de Kristallnacht frente al silencio y la justificación de otros. “Los albaneses no deben pagar a los serbios con su propia moneda”, declaró Migjen Kelmendi: “Los culpables de la diáspora no son los serbios de Kosovo, sino los seguidores de Milošević.” Una historia de conflicto, incluyendo los años de lucha armada por parte de los albaneses, que hace muy difícil la convivencia. Sería injusto ignorar el hostigamiento que la minoría serbia ha sufrido en Kosovo, como negar los momentos de la historia en que los serbios han sido víctimas de los albaneses y de otros pueblos balcánicos. Pero aún más injusto resulta no reconocer que el régimen de apartheid y la limpieza étnica que sufrieron los kosovares a manos de las fuerzas de Milošević hace que su independencia sea, además de justa, necesaria.
La decisión del Tribunal Internacional de Justicia que avala la independencia de Kosovo y confirma que no contraviene la legalidad internacional es la única vía lógica y políticamente justa tras los hechos de los noventa. Tal vez por eso resulta tan sorprendente la reacción española, que alía a nuestro país con un grupo pintoresco en Europa –Grecia, Chipre, Eslovaquia y Rumanía—, los únicos países de la UE que no han aceptado la independencia, y a Rusia, India o China, frente a los 69 países que sí la han reconocido, incluyendo a Estados Unidos y Japón. Es una postura que contribuye a alimentar la confusión, mientras que, como alguien ha dicho, la postura del Tribunal Constitucional respecto al Estatut d’Autonomia de Catalunya ha contribuido más al independentismo que ningún otro grupo político. Ese miedo del gobierno, que teme que el reconocimiento de un Kosovo independiente desate los demonios nacionalistas vascos y catalanes o que alguien pueda compararlos -¿En qué podrían parecerse Catalunya y Kosovo? ¿En qué se parecen los nacionalistas españoles a los serbios?- sólo revela sus propias fantasías. Y resulta aún más dudosa la alineación con Serbia –fue curioso ver con qué entusiasmo la mayoría de los serbios apoyó a la selección española en el campeonato mundial de fútbol—, porque lo quiera o no, la postura del gobierno de Zapatero le alinea sentimental o moralmente con la Serbia nacionalista, sus heridas, sus atrocidades y sus mitos.
El propio nacionalismo catalán ha asumido erróneamente el mito de que la Guerra Civil, en lugar de ser como fue una guerra de clases y la defensa de la legitimidad republicana frente a los insurgentes derechistas, fue una guerra de Catalunya contra España. Muchos parecen ignorar, gracias a ese mito alimentado durante años por CIU, que hubo amplios sectores de la burguesía catalana que apoyaron a Franco por miedo a la revolución, a la violencia y a la pérdida de sus propiedades. Sólo una historia rigurosa y que llame a las cosas por su nombre –¿por qué cuesta tanto pronunciar las palabras fascismo y dictadura aplicadas al régimen que se impuso durante cuarenta años por la fuerza de las armas en este país?— y una justicia que depure responsabilidades y ordene exhumaciones para que puedan enterrarse sus muertos devolverían la salud mental a este pobre país nuestro, donde el retorno de lo reprimido surge constantemente, pues todo lo que no se habla sigue latiendo bajo la piel y estalla en los momentos más imprevistos, obstaculizando el pensamiento y la razón.
El silenciamiento y la mistificación de nuestra propia historia han permitido que también los sectores más derechistas se crezcan, envalentonen y no acepten ningún cuestionamiento. Como decía la psicoanalista Anna Miñarro, en este país la izquierda sigue en el papel de la víctima, sirviendo al Amo. Por eso cuando muere un personaje como Calvo Sotelo algunos socialistas le despiden como a “un demócrata”, o se admite que alguien como Fraga haya permanecido en la política activa, o se concede a Samaranch funerales de Estado, aunque muchos recordemos imágenes suyas con el brazo en alto junto a conocidos nazis y aunque siguiera reivindicando públicamente a Franco mientras se implicaba en un escándalo de corrupción tras otro y mostraba su afinidad con los peores dictadores internacionales.
Sólo hace poco se ha revelado, por ejemplo, y apenas se habla de ello, que en la negociación de la Constitución, nuestros políticos catalanes rechazaron las mayores competencias y poder autonómico que implicaban un concierto similar al vasco y prefirieron, como decía hace poco un antiguo rector, optar por el nacionalismo romántico y testimonial, con menos responsabilidades y que permitía echar mano del útil victimismo, sin tener que quemarse asumiendo responsabilidades de Estado.
La falta de costumbre de reflexionar y discutir en este país permite que crezcan los mitos y que se sigan alimentando confusiones históricas.
Tal vez una de las lecciones de la Guerra de los Balcanes sea precisamente la necesidad de repasar reflexivamente la historia y no dejar que la negación y el silencio sustituyan la complejidad de los hechos por puros mitos fáciles de manipular por los medios y quienes los controlan, esos mitos o metáforas que, en el poema de guerra de Aleš Debeljak “flamean dolorosamente sobre la ciudad”.
Isabel Núñez (Figueres, 1957) es autora del ensayo Si un árbol cae. Conversaciones en torno a la guerra de los Balcanes (2009), los libros de relatos, Crucigrama (2006) y Algunos hombres... y otras mujeres (2009), y La plaza del azufaifo (2008), con prólogo de Enrique Vila-Matas. Es colaboradora del suplemento Cultura/s de La Vanguardia.
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