Foto: Andrea Resmini, Safi, 2006
Texto que leí en la clausura del Año Freud en Caixafòrum
Entrevista con el vampiro
Hace unos días viajé a Belgrado a entrevistar, para mi libro balcánico, al único escritor directamente implicado en el discurso del odio y la guerra que aceptó hablar conmigo. Se trataba de un ex ministro de la Republika Sprska en Bosnia durante la guerra, colega y defensor de Radovan Karadžić. Ese encuentro me afectó mucho más de lo que yo suponía, a pesar de la desazón que sentía desde días antes de ir. El escritor serbio amigo mío que había aceptado oficiar de intérprete me tradujo oralmente dos de los cuentos de guerra del entrevistado y su calidad literaria me sobrecogió. Eran cuentos descarnados, económicos, casi chalamovianos, y estaban llenos de un amargo sarcasmo, y de toda la ambivalencia y complejidad de las guerras.
Durante el encuentro, tuve la impresión de estar hablando con el Raskolnikov de Crimen y castigo, tan ansioso parecía de compartir el peso de su culpa, aunque no lo verbalizase así. Todas las historias que yo había leído y escuchado sobre el genocidio de los Balcanes estaban en cierto modo allí, sobre aquella mesa. Tal vez su inteligencia manipuladora, su talento de escritor, su pretensión de normalidad, su urgencia por acercarse ideológicamente a nosotros con un discurso supuestamente multicultural, su necesidad de ser entendido y perdonado fuese lo peor. Aquel hombre admitió que había pasado toda la guerra con Karadžić, se llamó su amigo y defendió su inocencia, aunque aludió a su biografía oscura. Él insistía en su condición de civil y probablemente no mató a nadie, pero estuvo allí y no hizo nada por impedir o mitigar los sufrimientos, las violaciones y el horror.
La peor resaca emocional vino después. Aquella noche no pude dormir, cerraba los ojos y sólo veía la agonía y muerte de mi padre, tal vez porque todo aquello estaba demasiado conectado con la muerte. Mi amigo dijo que era como andar por un campo lleno de calaveras. Él se sentía mal por haber traducido sus palabras, convirtiéndose en cierto modo en el segundo autor de aquel texto. Yo no soy periodista, sino escritora y crítica literaria: nunca había entrevistado antes a alguien implicado en un genocidio, aunque sólo fuera de un modo indirecto. No sé cómo debió sentirse Hannah Arendt con Eichmann. Era inevitable pensar en la banalidad del mal, y en medio de la falta de luz del invierno balcánico, me consoló la interpretación freudiana de Elisabeth Roudinesco en ¿Por qué el psicoanálisis?, citando a Lanzmann: “No cualquiera es capaz de ese horror.”
Cuando parece que la pulsión de muerte domine el mundo, para mí, el alivio del psicoanálisis es que permite volver a la visión humanista del hombre como ser libre y complejo, y no intenta adormecer su malestar con química, sino que lo aborda con valor. Durante los 13 años de mi propio análisis, yo pude agregar mis distintos fragmentos y contemplar con fascinación la curación por la palabra. Para una escritora con bloqueos crónicos, que escribe a tientas, que no depende de la voluntad sino del inconsciente, y que ve la vida como una sucesión de sorpresas internas, el psicoanálisis es una forma más interesante de mirar el mundo, pues permite sondear detrás de lo aparente. Gracias a Freud y a Lacan, yo he podido ser algo más libre, y vivir me sigue pareciendo curiosamente intrincado en un sentido de fruición intelectual, de comprender mientras voy andando (o escribiendo), al margen de la apariencia de éxitos y fracasos, al estilo de Françoise Davoine en La Folie Wittgenstein, o como dice Derrida en Aprender a vivir al fin: “Cuando recuerdo mi vida, tiendo a pensar que he tenido la suerte de amar incluso los momentos desdichados de esa vida, y bendecirlos.”
Isabel Núñez, enero 2007
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