William T Vollmann (Los Angeles, 1959) es una especie de gigante de la literatura, casi desconocido en España. Novelista, cuentista, periodista, ensayista, ha viajado y escrito sobre Afganistán (An Afghanistan Picture Show, 1987), Somalia e Iraq, ha dedicado 4.000 páginas a un estudio sobre la ética de la violencia, Rising Up and Rising Down (2004), y en el 2005 obtuvo el prestigioso National Book Award por Europa Central. Él mismo ha declarado que la muerte de un hermano, ahogado por descuido suyo en su niñez, es en cierta manera motor de su exploración. Sin duda sus ancestros alemanes pesan también en este intento de captar el horror del siglo XX europeo.
Una treintena de relatos componen esta ambiciosa novela, centrada en la relación entre Alemania y la Unión Soviética, de 1917 a 1945, y en la percepción que cada uno tuvo de su enemigo, reflejada en ese teléfono pulpo que estira sus tentáculos comunicantes por Europa.
Un espía soviético observando a la poeta Anna Ajmátova, acosada por el régimen de Stalin, memorizando poemas que no puede escribir, sometiéndose por su hijo encarcelado, entregándose a sus amantes. Un alto oficial de las SS empeñado en avisar al mundo del genocidio judío, contabilizando el terror para un hipotético testimonio que le librase éticamente de la culpa de estar allí. El compositor Shostakóvich, siempre aterrado y vigilado por las autoridades soviéticas, entre su amor por la hermosa traductora Elena y su deber familiar, componiendo su Opus 110, una partitura que, como la novela de Vollmann, recogería cada grito de horror, agitación, deseo y fragmento de violencia del siglo, una mirada alucinada sobre la inmensa red de microelementos humanos.
La joven idealista que dispara a Lenin y la amante de Lenin que la visita en la cárcel. El general ruso que se pasa al bando alemán. La escultora y dibujante Käthe Kollwitz (convertida en hombre en el dorso del libro, por un gazapo editorial), tan empática y bien construida que vemos moverse sus dibujos, un personaje tan atractivo como el convincente Shostakóvich.
Una magnitud onírica que conecta con el Pynchon de El arco iris de gravedad, pero aquí sin nervio central, sin la columna que vertebre todo irradiándolo (la paranoia pynchoniana), sino que todos los microuniversos se agitan simultáneamente en un tejido carnal, vivo, de relatos que articulan la locura de la Historia, la arbitrariedad y la orgía de violencia. La entrecortada escritura, de difícil traducción, no brilla como la de Pynchon.
Vollmann homenajea a su manera Una tumba para Boris Davidóvich, la magnífica novela de Danilo Kiš, compuesta por relatos de personajes acosados por el régimen soviético, que le valió el ataque feroz de la intelectualidad serbia. Reconozco que la épica estratégica y bélica, tan documentada y viril, y el exceso de páginas de Vollmann me producen cierto hastío. Pero brillan las ideas, atrae la búsqueda de comprensión, la forma en que cada personaje se debate éticamente frente al poder y el terror, resiste o se doblega o contagia de la locura dominante, y en ese retablo gigante de un Hyeronimus Bosch contemporáneo sólo queda la esperanza del arte y el intento de construir la propia verdad, como escribió Ludvik Vakulic en la Primavera de Praga: “La verdad no está en el triunfo. La verdad es lo que queda cuando todo lo demás se ha destruido”.
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